San Pablo (Martes, 18-01-2011, Gaudium Press) ¿Cuántas y cuántas veces elevamos la vista para el inmenso firmamento erguido sobre nuestras cabezas, y nuestros ojos no alcanzan las distancias insondables de los innúmeros astros del Universo, y así, nuestra mirada se pierde en las barreras de nuestra limitación? Nuestros ojos son humanos e insuficientes, no abarcan todas las cosas. Por eso, sería plausible que alguien imaginase, hiciese suposiciones, en fin, crease teorías respecto a aquellas realidades que existen por encima de la atmósfera terrestre.
Imaginemos, por otro lado, un astrónomo que trabajando con su instrumento preferido, el telescopio, fuese más allá y sondease las inmensidades de lo sideral y conociese otra galaxia, un nuevo planeta, o entonces, una más de aquellas nebulosas; ¿no sería natural que él tuviese verdades para transmitirnos que para nosotros son desconocidas? Verdades estas fundamentadas y afincadas en la realidad, y, por tanto con mucho más autoridad que las simples hipótesis de una persona cualquiera que se pusiese a conjeturar sobre cosas que ignora.
Pues bien, Dios no inventa teorías ni forma opiniones sin fundamentos, al contrario Él puede transmitirnos sin margen alguno de error todo lo que quiera, porque no solo ve y conoce, sino es Creador y Señor de todas las cosas. Él sí, nos reveló muchas verdades. Y, las maravillas -inaccesibles muchas a nuestra débil razón-, que Él nos hizo conocer, son mucho mayores y transponen de mucho todo cuanto hay de natural, pues, lo que Él enseña son, sobretodo, verdades eternas y sobrenaturales. Así siendo, es natural que Dios tenga verdades para enseñarnos. Es esa manifestación del Creador a la criatura, este, por así decir, levantar del «velo» que hasta entonces cubría y salvaguardaba ciertas realidades, antes conocidas y reservadas solamente a Dios, y que en dado momento fueron colocadas a disposición de los hombres, que llamamos de Revelación.
Entretanto, Dios no es como un astrónomo que transmite a sus alumnos su bella ciencia, sino como un Padre que enseña a sus hijos con una Bondad inmensurable. El instrumento por el cual se hace conocer no es solamente un telescopio, sino su propia Palabra Eterna, Inmutable, y «más penetrante que una espada de dos filos» (Hb 4,12).
¿Qué reveló? «Por la revelación divina quiso Dios manifestarse, comunicarse a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad respecto a la salvación de los hombres, ‘para haceros participar de los bienes divinos, que superan absolutamente la capacidad de la inteligencia humana’ «. El ápice de esta revelación fue alcanzada cuando el propio Dios se hizo hombre para vivir entre nosotros.
¿Es realmente importante que haya una Revelación Divina? Sabemos que hay dos caminos – ambos bien iluminados – que nos hace subir hasta Dios: el primero es iluminado por una lamparita llamada inteligencia humana, que a través de raciocinios, reflexiones y meditaciones alcanza ciertas verdades; el segundo es iluminado por el fulgor de un rayo, esta es la «vía» de la Revelación Divina.
Entretanto, Santo Tomás de Aquino explica que era necesario que existiese para nuestra salvación una doctrina fundada en la Revelación Divina, primero, porque estamos ordenados para Dios, como a un fin que sobrepasa la comprensión de la razón, como dice Isaías: «El ojo no vio, oh Dios, fuera de ti, lo que preparasteis para aquellos que te aman» (Is 64,3). Ahora, es preciso que la persona, que dirige sus intenciones y sus acciones hacia un fin, antes conozca este fin. Era, pues, necesario para la salvación del hombre que estas cosas que sobrepasan su razón le fuesen comunicadas por revelación divina.
Además, cuando el ser humano conoce a Dios solo con la luz de la razón, encuentra muchas dificultades. Por otra parte, no puede penetrar solo en la intimidad del misterio divino. Por eso, Dios quiso iluminarlo con su Revelación, no solamente sobre verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre verdades religiosas y morales que, aunque accesibles por sí a la razón, pueden ser así conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin error de mezcla.
Por Lucas Alves Gramiscelli
(Mañana: La mayor revelación es la propia venidad del Verbo encarnado)
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