Redacción (Lunes, 24-01-2011, Gaudium Press) Sin duda, una de las gloria de la antigua Grecia fue la batalla de Maratón, gesta heroica de un puñado de guerreros griegos decididos a defender la independencia de su país frente a la invasión de un masivo ejército de «bárbaros» asiáticos. El resultado de este acontecimiento dio origen a una de las pruebas atléticas más conocidas en el mundo del deporte. Veamos su origen.
Era el mes del septiembre del año 490 a. de Cristo y los atenienses se veían en la inminencia de tener que enfrentar el poderoso ejército persa enviado por el rey Darío para vengar el apoyo que los habitantes de Ática habían dado, en el 499, a la revuelta de las colonias griegas de Jonia (oeste de la actual Turquía), que desde la segunda mitad del s. IV pagaban tributo a la dinastía Aqueménida.
El imperio persa fundado por Ciro II el Grande (555-529 a. C.) tenía como forma de gobierno las satrapías (provincias), que eran administradas por los sátrapas. Generalmente ese cargo era ejercido por un jefe local designado por el Rey. Entretanto, los sátrapas a veces se aprovechaban del cargo para beneficio de los persas y beneficio propio, tratando a sus compatriotas de modo tiránico. Con eso surgió la conciencia de que existía una falta de libertad. Ese descontento fue la causa de la sublevación del 499, y que posteriormente desencadenó en las dos conocidas «Guerras Médicas» -pues los griegos llamaban a los persas de medos.
La situación era peligrosa, pues la diferencia numérica de militares estaba muy a favor de los persas. Eran más de 100 navíos, que después de arrasar la ciudad de Erétria -que también había participado de la revuelta jónica- se dirigieron con el mismo objetivo hacia Atenas, desembarcando en la bahía de Maratón, a unos 40 km de la acrópolis.
Los atenienses tenían dos opciones: esperar la llegada de las tropas persas, poniendo en riesgo la propia ciudad, o enviar su ejército hasta Maratón, dejando Atenas desguarnecida. Optaron por esta última. Fueron enviados unos 10.000 hoplitas [ciudadano-soldado], apoyados por otros 1.000 de la ciudad de Platea, en cuanto los persas eran casi 30.000 entre infantería y caballería.
Esta situación hizo con que los atenienses mandaran pedir ayuda a Esparta -entonces la mayor potencia militar de Grecia- a través de un mensajero corredor llamado Filípides (posteriormente conocido como Fidípides «el que se ahorra los caballos») pues el terreno era muy accidentado y complicaría la locomoción de cualquier animal. Filípides, en una proeza extraordinaria, recorrió prácticamente en dos días la distancia de unos 240 kms, que separan Atenas de Esparta, pasando por caminos agrestes y difíciles. Llegando a la ciudad transmitió a las autoridades la petición de sus coterráneos, mostrando el peligro en que se encontraban y cómo era necesaria la ayuda de los lacedemonios -así eran llamados los espartanos. Estos respondieron que la celebración de las fiestas religiosas en alabanza al dios Apolo impedía que sus tropas prestasen ayuda inmediata. Sólo podrían enviar sus militares al final de las conmemoraciones, de ahí a algunos días…
Filípides, inconforme con la respuesta, volvió inmediatamente para Atenas, ¡e incluso participó del combate en Maratón!
Después de algunos días en el escenario de la batalla -pues algunos generales hallaban que era mejor esperar la llegada de los espartanos- los griegos, a través de sus espías, supieron que la caballería persa había embarcado durante la noche en dirección a Atenas. Fue ahí que el general Milciades convenció sus colegas que era la oportunidad para atacar.
Ante la formación persa, superior en número, los griegos tuvieron que extender su ejército en un frente de más de un kilómetro, con tres hileras de soldados en la parte central y el doble en las laterales para evitar que sus alas fuesen rodeadas. Los hoplitas avanzaron contra el enemigo, y llegando a unos 200 metros se lanzaron a correr rápidamente en dirección a los persas para evitar la mortífera eficacia de los arqueros asiáticos.
A pesar de no disponer de su caballería, los persas consiguieron quebrar el centro de la formación, pero las alas del ejército griego se impusieron de tal modo que comenzaron un movimiento envolvente en dirección al centro persa. El resultado fue espectacular. Los que no consiguieron llegar hasta los barcos cayeron en las manos de los hoplitas: más de 6.000 muertos; en cuanto que las bajas griegas fueron apenas 192…
La historia cuenta que fue el propio Filípides quien, después de la victoria en Maratón, se dirigió hasta Atenas para dar la noticia; lo hizo en una tal velocidad que, después de llegar y exclamar «¡Atenienses vencimos!», murió inmediatamente de cansancio…
Es exactamente en su memoria que en las modernas olimpiadas se celebra la corrida denominada maratón.
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Después de leer este hecho histórico alguien podría preguntarse: ¿esta proeza de Filípides tiene aplicación en los días de hoy? Si un pagano hizo eso por amor a su patria, ¿no haríamos lo mismo por amor a nuestra Fe?
«Corred de tal manera que conquistéis el premio» (1 Cor 9,24). Es el Apóstol quien da la clave; la finalidad es sobrenatural. Una carrera espiritual, pero con un objetivo real: anunciar la victoria de Cristo en el reino de la Virgen. Llevar la buena nueva a tantas personas sedientas de las cosas de Dios, es una hazaña mayor que la de Filípides; pues él lo hizo para salvar su país, en cuanto nosotros podemos hacerlo con una intención más sublime, que es la de salvar las almas. ¿Y cuál será nuestra recompensa? La respuesta está en el Libro de los Proverbios: «El fruto del justo es un árbol de vida; el que conquista las almas es sabio» (11, 30).
Por Alejandro Javier de Saint-Amant
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