viernes, 29 de marzo de 2024
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La Copa dorada y la necesaria marcha hacia el Absoluto

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Iglesia Nuestra Señora del Sagrado Corazón,

en Melbourne – Foto: Robert Bidgee

Bogotá (Domingo, 23-01-2011, Gaudium Press) Regresando de misa dominical, asistida en una iglesia ya centenaria regentada por sacerdotes de la congregación de Jesús y María -situada en una de las pulcras y coloniales plazoletas que aún perviven en la capital colombiana-, y a pocos pasos caminados después de recibida la bendición eucarística final, nos deparamos gustosos con una morada de clásicas líneas y de abigarradas y atrayentes vitrinas, en ese barrio tradicional.

En ella se había aprovechado la clásica arquitectura, para instaurar -con arte y respetando el diseño- un almacén de «cachivaches», de múltiples artilugios, varios de ellos de factura manual, como estatuillas en madera policroma al viejo y rústico estilo, vajillas en porcelana imitación inglés campestre, manteles y servilletas bordadas de puro y blanco lino, cojines mullidos originales de la India y de otros rincones de la Tierra, cubertería -no de lujo pero de razonable presentación-, algunos bargueños y muchas más de esas tantas cosas, que hacen de aquel un ciertamente agradabilísimo lugar para las damas (aunque solo sea de paseo ‘vitrinero’), y a veces no tanto para los bolsillos de los acompañantes caballeros o aguardantes cónyugues…

No teniendo el apuro de un día laboral, y motivados, al sentirnos envueltos en la deleitable atmósfera de un ocaso de domingo con centelleantes notas de sacralidad, decidimos entrar al almacén y darnos unos minutos de solaz para ver -con la firme intención de no tener ningún perjuicio pecuniario- los variados objetos ofrecidos allí al interés del visitante.

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Foto: Miko Ueno

Después de una corta estación por una saleta, donde se exponían algunos llamativos jarrones plateados martillados (que nos dijeron no eran de peltre sino de otras «mezclas»), tras hacer una venia reverenda a los manteles bordados en inmaculado blanco, con sus blancas e impolutas servilletas, continuamos nuestro periplo hasta un cuarto reluciente donde estaban expuestos los objetos de cristal. Ahí, ya deslumbrado, prontamente una copa -ella ni siquiera de cristal sino de vidrio- nos atrajo en demasía… Su pie de base, de elegantes formas curvas estilizadas, poseía un leve toque azulado; el vaso recipiente, amplio, de forma octogonal, tenía un ligero y discreto tinte dorado. A buen precio, renunciamos, forzados pero gustosos, a nuestros anhelos ahorrativos y la compramos, con placer de espíritu. La copa realmente era bella; tenía algo especial, ese ‘au-delà’ que llaman los franceses, un reportarse a un «algo más», a un «más allá»…

***

Horas antes habíamos pasado nuestros ojos por la clásica y monumental «Historia del Traje» del francés Auguste Racinet, verdadero compendio ricamente ilustrado de lo que había sido el trasegar del vestido humano de todos los tiempos y todas las culturas hasta finales del S. XIX, cuando fue escrito el libro. Es así, que en el camino de regreso a casa -con la bolsa en mano y una intensa alegría en el alma- teniendo en la imaginación los trajes vistos de algunas tribus africanas, y en el deseo, el primer trago que beberíamos de la linda copa adquirida, se formó en el espíritu un pequeño discurso mental que combinaba ambas representaciones.

«¿Cómo beberían el agua los simpáticos y primitivos representantes de las tribus africanas que -cubiertos de pieles de guepardo u otros felinos, y aderezados con collares de colmillos de león, u otros ‘accesorios’- habíamos contemplado en el libro de Racinet?», nos cuestionábamos. Muy probablemente recogerían el agua de los ríos con sus manos para el uso inmediato; si disponían de alguna vasija, resto de una cáscara de un fruto de sus árboles, la emplearían en la ocasión; o tal vez algún cántaro de puro barro sería el transporte habitualmente utilizado para llevar el líquido vital hasta el hogar… Verosímilmente en toda sociedad naciente las cosas serían así. Estos rústicos utensilios imaginados, hacían resaltar en nuestro espíritu y por contraste a la bella copa que estábamos llevando a casa. Era ésta un elocuente signo de un mundo que harto había progresado desde la vasija de barro, en la línea de una civilización que atendiese, reconociese y expresase la elevada dignidad humana.

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Foto: Kate Palaña

Y en una indagación más filosófica, nos preguntábamos: ¿por qué atrae más, a cualquier alma con mínima rectitud, la copa de vidrio azulado y dorado que la vasija de barro? Ambas son hechas de materias, que como tales, tienen un vestigio de su Autor, del Creador. Entretanto, como recordábamos en nota pasada según Santo Tomás, los seres creados están ordenados en una jerarquía diversa, y a mayor nivel en la jerarquía, mayor cercanía con el Creador y más «presencia» de Él en la criatura. Positivamente, en una bella copa de Cristal se percibe más a Dios que en una vasija de barro…

En ese sentido, afirma Mons. Juan Clà Dias en su muy valiosa obra ‘A Fidelidade ao Primeiro Olhar’, que «al lanzar la mirada sobre las criaturas, constatamos que hay en ellas algo de bueno, de verdadero, de noble, etc. Verificamos aún que algunas son mejores, más verdaderas o más bellas que las otras, en crecientes grados de perfección. Ahora, cuanto más se sube en esa escala, tanto más se aproxima con una esencia que sea la propia Verdad, Bondad, Nobleza». Esa Esencia absoluta es Dios.

Continúa Monseñor: «[Los seres tienen] perfecciones en diversos grados, perfecciones trascendentales, cuya totalidad absoluta se encuentra en Él. Subiendo la escala de los seres, y verificando como cada uno es más excelente que el otro, concluimos que hay un ser que es la excelencia por antonomasia en lo tocante a todos los trascendentales: el Ser que sea el Ser por definición, Único, la Verdad, la Bondad y la Belleza increados, eternos e infinitos». Ese Ser absoluto es Dios.

La Teología Cristiana (y nuestra propia vida), nos enseñan que solo Dios saciará por entero nuestras ansias de felicidad. Por ello, nada aquí en la tierra apaga nuestra sed de gaudio que nos abrasa por dentro. Sin embargo, quien se habilita a ver y a buscar a Dios en sus obras, particularmente en las más perfectas, quien se consagra a una contemplación fuertemente admirativa de la creación divina, éste ya va saciando su sed infinita de Absoluto y se va preparando para la unión total con Él, en el cielo, por toda la eternidad…

Por Saúl Castiblanco

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