Redacción (Martes, 15-02-2011, Gaudium Press) En uno de sus últimos documentos -«El rápido desarrollo», sobre los medios de comunicación-, Juan Pablo II resaltó un aspecto de la post-modernidad:
«Las modernas tecnologías aumentan de manera impresionante la velocidad, la cantidad y el alcance de la comunicación, pero no favorecen de igual modo aquel intercambio frágil entre una mente y otra, entre un corazón y otro, que debe caracterizar cualquier forma de comunicación al servicio de la solidaridad y el amor» (n. 13).
Sin dejar de apuntar la necesidad de que los católicos se perfeccionen en la participación en los llamados «grandes areópagos» de los medios de comunicación, es importante resaltar que sería suicida una posición ingenua y acrítica de estos medios, como si sólo trajeran ventajas, y no acarreasen, concomitantemente, peligros colaterales…
En un mundo en el cual predomina una «cultura de lo instantáneo», del permanente cambio, de lo descartable, lo relativo, las transmisiones en vivo por la televisión y la rapidez de interacción ofrecida por el internet, sólo pueden agravar el cuadro general. Tal ambiente facilita la caída del edificio de certezas propio de la mente humana.
No parecen actuales las respuestas perennes, ni las reglas que no caducan, ni normas éticas objetivas. En nuestro tiempo todos los valores son arrastrados en la serie de la instantaneidad, en el torbellino de un devenir que no deja nada en pie.
Desaparecen las normas morales objetivas, se desmoronan los principios inmutables de la filosofía, y, más aún, los de la teología.
«Tout passe, tout casse, tout lasse et tout se remplace»… parece el único dogma que permanece de pie.
Más que nunca es necesario volver a lo esencial, a lo directamente relacionado con el ser, al robustecimiento ese sentido del ser del cual hicimos aquí objeto de análisis.
Los vientos de 1968 -el año de los movimientos contestatarios, especialmente el de la Sorbonne- dejaron, a esta altura, sus grandes desilusionados. Una gran multitud se interroga sobre la validez del «tout passe…» y se vuelve a la búsqueda de lo perenne, lo estable, de aquello que tiene el sello de la credibilidad.
Los funerales de Juan Pablo II reunieron millones de pesarosos fieles en Roma, además de personas que, independientemente de sus convicciones religiosas, fueron a la Ciudad Eterna a prestar un homenaje al finado Papa. Del mismo modo, la elección del Cardenal Ratzinger, para ocupar el trono papal, atrajo las atenciones del mundo entero. Las exequias de uno y la elección del otro fueron acompañadas a distancia por millones de personas que utilizaron los modernos medios de comunicación. Este fenómeno no sólo evidenció señales de respeto y admiración por el Papado, sino también fue una exuberante e incontestable prueba de la atracción por símbolos, ritos, colores y ceremonial, que algunos teóricos consideraban como «barridos» por los vientos de la Historia.
Por Mons. João S. Clá Dias, EP
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