Redacción (Jueves, 17-02-2011, Gaudium Press) Para Santo Tomás, la curiosidad tiene por objetivo satisfacer el cuerpo y de modo especial el apetito de la vista. Citando a San Agustín, él afirma que: «Et vocatur concupiscentia oculorum, quia oculi sunt ad cognoscendum in sensibus principales, unde omnia sensibilia videri dicuntur».
Cuando el hombre está dominado por este sentimiento, no hay propiamente un progreso en el ver, sino solo un aumento cuantitativo de la visión. Mientras el curioso es aquel que más ve, el admirativo es aquel que más piensa en lo que vio. Una de las características de la admiración está en el hecho de dar al hombre la capacidad de encontrar siempre algo nuevo en aquello que es aparentemente común y cotidiano.
En cuanto a la curiosidad, ésta parece mitigar el natural deseo de conocer para substituirlo por el apetito de buscar solamente aquello que provoca placer. Este movimiento es discontinuo y en él no hay concatenación ni deseo de inquirir sobre el futuro.
Una vez que vio el objeto que le despertó atención, el curioso no se preocupa en quitar de ahí las consecuencias oriundas de este movimiento. No se interesa en hacer que el acto ver se convierta en saber.
En la doctrina tomista, cuando el vicio capital de la ‘acedia’ se refiere al conocimiento, él puede también ser considerado como curiosidad. Algunos de sus efectos son la inquietud interior, la inconstancia de decisión y la volubilidad del carácter. Si afecta el modo de hablar se llama verbosidad. Cuando pertenece al cuerpo se denomina inquietud corporal.
Santo Tomás también liga la curiosidad con la evagationem mentis. Esta última es entendida como la disipación del espíritu que se extiende en la exterioridad. La inteligencia se derrama sin cesar en el mundo exterior a la búsqueda de aquello que es «nuevo e insólito». El curioso, a cada momento desea cosas nuevas y desconocidas, pero «nunca lo nuevo en lo mismo, lo nuevo en lo siempre, la serena y progresiva penetración en la substancia de lo antiguo».
El curioso desea «salir de la torre del espíritu y derramarse en lo variado». Su mirada vaga por todos los lugares sin nunca adoptar una dirección determinada. Él nunca está satisfecho con lo que tiene ni sabe lo que busca. Es entonces que se da el intercambio de «desiderium sciendi» que es, según Santo Tomás el fundamento de la admiración, para substituirlo por el narcótico alienante de la curiosidad que todo quiere ver y sentir.
Otro efecto de la mala curiosidad consiste en la confusión mental. Esta provoca en el hombre una profunda crisis de dispersión y pulverización del saber. En el alma del curioso, las ideas no presentan más entre sí aquel trazo de unidad lógica. Como no jerarquiza conceptos, sus pensamientos recorren siempre en un plano horizontal. La consecuencia de esto es que el curioso acaba por dispersarse en la multiplicidad de lo existente, pues en su alma todas las cosas adquieren un mismo valor.
Por otro lado, la admiración da al hombre esta posibilidad de jerarquizar el saber. Quien admira, fija sus ojos en el ser que admiró. Y, cuando una vez se encuentra distante de él, busca pensar en las razones que lo llevaron a considerar aquello como maravilloso y extraordinario. Es por esta razón que la mirada admirativa cuando retorna al objeto contemplado, percibe que este se tornó aumentado, se tornó enriquecido por esta visión oriunda de la admiración.
Por Inácio de A. Almeida
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