Redacción (Jueves, 03-03-2011, Gaudium Press) Hay ciertos hechos en la vida que marcan profundamente la sensibilidad.
En lo recóndito del alma ellos van siendo madurados hasta ser explicados por la razón, que, a su vez, los somete a la voluntad, que los acepta o rechaza. Forman ellos una base de conocimiento enteramente exclusivo y personal, del cual la persona va servirse a lo largo de su existencia como base o criterio para el juzgamiento de las más diferentes situaciones.
Fue lo que ocurrió al asistir a un funeral en Trivandrum, India. En este país de inmensa mayoría no-católica, la comunidad de los hijos de la Santa Iglesia se destaca de manera especial por dos aspectos: primero, porque consigue tener una convivencia y un relacionamiento pacífico con los no-cristianos. Y segundo, porque forma, dentro de esta convivencia armónica, un contraste con la cultura pagana, haciendo una especie de predicación muda de las verdades de la Fe, solo por su conducta.
Es famosa en Trivandrum la Congregación de las Religiosas Carmelitas, dedicada a la educación. Es una familia de almas de origen francés, nacida alrededor de 1860, y radicada en la India desde 1870. Estas monjas poseen conventos, universidades y colegios en diversas partes del país, y la dedicación de sus miembros es patente. En agradables e impecables construcciones, las religiosas se dedican a la formación intelectual, moral y religiosa de las jóvenes católicas, por las cuales son muy queridas.
Fueron testimonio de esta arraigada benevolencia y del valor apostólico de esta laboriosa congregación religiosa, los acontecimientos que se dieron por ocasión del fallecimiento de Hermana Cathy. Esta joven hermana, de aproximadamente 30 años, de origen humilde, ejercía la función de bibliotecaria en el All Saints College, la universidad que la Congregación mantienen en Chakai, Trivandrum. Repentinamente fue ella acometida por una extraña fiebre, que no cedió a ningún medicamento, y que la llevó, después de tres días, al encuentro con su celeste Esposo.
La conmoción provocada por su muerte en sus hermanas de hábito fue grande. Se armó el ataúd en una de las simples capillas de la Congregación, y ahí desfilaron, durante una noche y un día enteros, los amigos y parientes de la religiosa y de sus hermanas. Al final de este día, el cuerpo fue trasladado a la capilla del Colegio de los Santos Ángeles; el cajón estaba envuelto en los largos cordones de jazmín ofrecidos por los amigos, cuyo perfume olía suavemente, en un homenaje elocuente de despedida.
Después de una misa solemne, celebrada por el Arzobispo de Trivandrum, el ataúd fue transportado al cementerio católico. La, hasta entonces, anónima esposa de Cristo tuviera una vida laboriosa y recogida, discreta y sumisa, como la milenaria cultura india preconiza y como la Santa Iglesia recomienda para sus hijas. En este momento, sin embargo, el cajón era cargado por las otras monjas, casi como un trofeo. Los ángeles se encargaban de vestir el cielo con nubes de arrebatadores coloridos. Los colores deslumbrantes de los saris indios, a los cuales la desprendida religiosa renunciara en vida, sirvieron, en este momento, para engalanar el firmamento. No faltaron entusiasmados cánticos, oraciones y recitación del rosario en todo el largo camino hasta el cementerio. Las fisionomías humedecidas por las lágrimas, tenían, entretanto, la marca de esperanza y júbilo cristianos, donde trasparecía no solo la alegría de la victoria sobre la muerte, de la confianza en la resurrección final, sino también el gaudio de quien venera y proclama el cumplimiento de una vocación.
Si estas dedicadas religiosas hubiesen ofrecido a la población cursos y conferencias, hubiesen hecho misiones, promovido retiros, y tantas otras acciones de carácter pastoral, aún así no habrían predicado tanto como lo hicieron al realizar el funeral de esta hermana. Quedaba allí evidente la dignidad de la esposa de Cristo. Era un funeral de reina. Ahí, sí, el contraste con la cultura pagana se hacía por entero. Aquella que, en la sociedad temporal, tendría que soportar el peso de las costumbres milenarias que sobrecargan a la mujer en la querida India, por la renuncia a sí misma y a los bienes del mundo, ahora era presentada como la gran vencedora. Y uno de los aspectos que agregaba singular belleza al trágico episodio era el desinterés con que todas actuaban. ¿Se darían cuenta de la grandiosidad de la vocación religiosa y del testimonio católico que vivían?
Este acontecimiento, grabado en la sensibilidad de quien lo presenció, conduce a la reflexión de que para que la mujer tenga una existencia verdaderamente digna en esta tierra no son necesarios dotes extraordinarios, físicos o intelectuales, fortuna, fama, ni incluso prole numerosa y exitosa. La gran dignidad, la real distinción fue dada a la humilde Hermana Cathy, esposa del Rey de los Reyes y religiosa casi anónima durante la vida. La gran honra que recibía en la muerte era el reconocimiento lleno de afecto y respeto que todos los que la conocieron le prestaban en este momento.
Ciertamente, esta lección de vida sobrenatural la supieron quitar los intuitivos indios, que entre maravillados y compungidos acompañaron la despedida final de la pequeña Hermana.
Por Elizabeth Kiran
Deje su Comentario