Redacción (Jueves, 10-03-2011, Gaudium Press) Todo católico posee una imagencita en casa, por simple que sea, y a ella acude cuando la vida aprieta; surgió una dificultad, perdió el empleo, o apareció una enfermedad más, él cierra la puerta, enciende la vela de la mesa de noche y comienza a orar. Este gesto es tan común que nadie lo cuestiona, y con razón, pues forma parte de la lógica de las cosas y no pensar mucho en asuntos obvios. Pero, sin ninguna duda, cualquier persona por más fría que sea, estaría profundamente escandalizada si, entrando a una iglesia para reflexionar o huir un poco del estrés cotidiano, se deparase con un grupo de hombres rompiendo con martillos el rostro de un crucificado, o arrancando a la fuerza los delicados brazos de una imagen de Nuestra Señora. Pues bien, esto que hoy constituye una verdadera aberración, se dio con cierta frecuencia en el seno de la Iglesia en una época histórica bastante convulsionada por el surgimiento de una herejía asombrosa: la iconoclasia.
Vándalos de una perniciosa herejía
El término «iconoclasia» deriva de la unión de dos palabras griegas: «eikón» (imagen) y «klao» (romper); por esto los herejes iconoclastas fueron denominados los «rompedores de imágenes», o aquellos que se oponían frontalmente a su culto. Sin embargo, a pesar de los varios choques doctrinarios antecedentes sobre el tema, esta palabra sólo tomaría toda su fuerza con la persecución del Emperador León III.
Deseoso de una reforma en el orden civil y militar, decidió aplicarla al campo espiritual, y juzgando ser excesivo el culto prestado a las imágenes, resolvió abolirlo, con el pretexto de que tal veneración era un obstáculo para la conversión de los judíos y sarracenos al catolicismo, un retroceso a la idolatría de falsos dioses, y el motivo principal de la decadencia del Imperio.
Entretanto, parece que no fue sólo un mero anhelo renovador que impulsó a León a prohibir los íconos, sino también cierta voluntad de agradar a los maniqueos y paulicianos, partido numeroso y potente del Asia Menor, del cual era formado una gran parte de las tropas imperiales.
San Germano, el Patriarca de Constantinopla, y hasta el Papa San Gregorio II le enviaron numerosas cartas de advertencia. Esto fue en vano, pues poco tiempo después publicó un edicto (726) que dio total libertad a la herejía.
Desborda la persecución iconoclasta
Después de daños incontables como la apropiación de los bienes de la Iglesia en Sicilia y Calabria, León III muere en el año 741, dejando como heredero del trono, y continuador, a su hijo Constantino V, llamado el Coprónimo. A pesar de mantener cierta tolerancia en los inicios de gobierno, el nuevo Emperador inició una persecución todavía más cruel que la realizada por su padre.
Él abrió un conciliábulo en Constantinopla, titulado como séptimo concilio ecuménico, con la presencia de 338 Obispos, que se sometieron, por cobardía, a la voluntad vil de Constantino. La herejía iconoclasta recibió toda la libertad.
El pseudo-concilio prohibió, bajo castigos severos, la fabricación, exposición pública y veneración de las imágenes, y anatematizó San Germano, San Juan Damasceno y el cenobita Jorge de Chipre. Además, calificó al Emperador y su hijo de luces de la ortodoxia, concediéndoles como premio el patriarcado constantinopolitano.
Muchos católicos y religiosos sufrieron el martirio por fuego o mutilación. Los monjes eran impedidos, bajo pena de tormentos, de vestir el hábito monacal y de mantenerse fieles a los votos; y los laicos tenían que hacer juramento público de no prestar culto a las imágenes. Sin embargo, en el año 775 fallece Constantino y sube al poder León IV. Este poseía cierta amistad con los monjes, ablandando, un poco, la cruel persecución. A pesar de no ser iconoclasta continuó favoreciendo la herejía, siendo capaz de exiliar a su esposa Irene, cuando supo que guardaba consigo algunas imágenes.
Por Ítalo Santana
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