Redacción (Jueves, 17-03-2011, Gaudium Press) En Inglaterra, aún es común encontrar viejas abadías escondidas en los bosques, o sobre una roca frente al mar, donde la herrumbre de los siglos las transformó en ruinas. Estas reliquias del pasado cargan particulares armonías y, en muchos casos, son más bellas que un conjunto completo y acabado. Las piedras que antes formaban una galería, hoy sepultadas en la tierra, paulatinamente se van tornando referencia en el paisaje. Son ellas los últimos resquicios del glorioso pasado y del actual olvido.
Pero, donde el tiempo acumuló desechos, la naturaleza sembró flores. Ahora, los austeros pavimentos gastados por los pasos de incontables generaciones están cubiertos de musgos. La esbelta columna de mármol cedió el lugar a la palmera. Incluso la lápida que antes cubría una tumba, sobre ella la paloma hizo su nido. Poco a poco, la naturaleza va rodeando la muerte con las más dulces manifestaciones de vida.
En estos lugares, todo es silencio. Aún así, estos viejos muros parecen contarnos una historia de paz y de sufrimiento. Una vez, de noche, cuando las tempestades invernales descendían, y el monasterio desaparecía en los remolinos, los tranquilos monjes, acostados en sus celdas, adormecían con el murmullo de las olas, dichosos por haber entrado en la barca del Señor que no perecerá jamás.
Actualmente, sin embargo, los monjes están ausentes y el claustro está vacío. Aquellos santos eremitas, que para llegar a la mansión celestial, se exiliaron en estos muros para alabar a Dios y santificarse, ahora están gozando del fruto de sus sacrificios. Como así escondieron sus virtudes en las soledades de la tierra, habrán tal vez escogido las soledades del cielo para esconder también allá sus bienaventuranzas.
Pero, ¿cómo explicar esta discreta atracción que la humanidad siempre sintió por las ruinas? Parece que este sentimiento está ligado a la fragilidad de nuestra naturaleza y a lo efímero de nuestra existencia. Estas reliquias del pasado recuerdan nuestra pequeñez, pues vemos civilizaciones enteras y en ellas hombres a veces tan famosos, desaparecer. ¿Y por qué no pasarían las obras humanas si el propio sol que las ilumina, un día desaparecerá del firmamento? Entretanto, Aquel que lo colocó en el cielo es el único soberano, cuyo imperio no conoce ruinas…
Por Inácio Almeida
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