Bogotá (Miércoles, 23-03-2011, Gaudium Press) Vivimos inmersos en una maravillosa ‘biblioteca’. Ella contiene entretanto un solo y sublime libro, el libro de la Creación.
Ya lo decía Hugo de San Víctor en el comentario a la ‘Coelestis Hierarchiae’ de Dionisio, según Mons. Juan Clá Dias en su obra «El Primer Mirar»: [Hugo de San Víctor] dice que Dios manifestó por primera vez su sabiduría a través del mundo natural – el primer libro en el cual escribió su nombre.»
Entretanto, aunque la Creación sea un libro abierto para que todos los hombres puedan leer en sus caracteres las palabras divinas, no todos se aprovechan de su lectura, según se lamenta el mismo San Víctor, esta vez en el Didascalicon: «El hombre ignorante ve un libro abierto, percibe ciertas señales, pero no conoce ni las letras ni el pensamiento que ella manifiestan. Así también el insensato, el hombre animal que no percibe las cosas de Dios, ve la forma exterior de las criaturas visibles, pero no comprende los pensamientos que ellos manifiestan».
¿Y que es lo que manifiestan la obras de la creación, que algunos dichosos escuchan y entienden, y otros -infelices- solo perciben en la superficie? Estos últimos, según el autor de la Sabiduría «desconocieron a Dios, y, a través de los bienes visibles, no supieron conocer a Aquel, que es, ni reconocieron el Artista considerando sus obras» (Sb 13, 1).
Es que como dice Juan Pablo II en la ‘Veritatis Splendor’, «el esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador, particularmente en el hombre creado a imagen y semejanza de Dios: la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de este modo, es llevado a conocer y a amar al Señor». A ello también nos convoca la Escritura, cuando expresa que «a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5).
Foto: Diego R. Lizcano |
¿Cómo no encontrar a Dios en un lindo y a la vez sencillo paisaje como el de la foto adyacente? Es el paisaje de un lago de montaña en las cercanías de Bariloche, Argentina.
Lamentablemente por su abundancia, el hombre a veces cierra sus ojos a esa maravilla de Dios que son las aguas. En el agua todo se embellece, las cosas se perfeccionan, se acercan al Absoluto. La estela que va dejando tras de sí el bote donde va nuestro fotógrafo, tiene el encanto de la pequeña maravilla. Es una estela que combina lo pintoresco con lo efímero, pues tras un tiempo de permanencia desaparecerá suavemente. Combina también la estabilidad con la flexibilidad, pues al mismo tiempo que un tanto permanece, es móvil y ondulante como son móviles las aguas. Es además delicada, pues forma un conjunto que no rompe sino que es armónico con el resto de las aguas del lago.
Todo el ambiente, siendo de nieve, es al mismo tiempo puro y sereno. Todo invita a la reflexión tranquila, al pensamiento calmo y profundo, a abandonar la agitación y futilidad de la vida moderna. La firme colección de pinos que bordea la orilla parece introducir un muro protector entre la adusta cadena de montañas, y la candidez del lago. El contraste entre una y otro se ve atenuado por el reflejo de las montañas en el lago, que llama a contemplar los picos más en el agua que en su realidad.
Tal vez desearíamos que el destino final de nuestro recorrido en el bote fuese una acogedora cabaña, donde en agradable compañía pudiésemos degustar unos buenos sorbos de una bebida caliente, y pudiésemos hablar de cómo es necesario y grande… Dios.
Dios, sí, pues nada nos sacia sino es Él, nada nos llama como Él, nada es puro, calmo, sereno, cristalino, protector, cándido y sublime como Él. Hablar de Dios y pensar en Dios a partir de sus criaturas, para no engrosar el número de insensatos del que nos advierte la Escritura.
Por Saúl Castiblanco
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