Redacción (Martes, 26-04-2011, Gaudium Press)
La resurrección y las Escrituras
Las Sagradas Escrituras traen abundantes y claras referencias de la resurrección final de los cuerpos. El profeta Daniel afirma: «Muchos de aquellos que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para una vida eterna, otros para la ignominia, la infamia eterna» (Dn 12, 2). La palabra «muchos», aquí, no significa que algunos no resucitarán. Ella debe ser entendida a la luz de su sentido en otros pasajes (como en Is 53, 11-12; Mt 26, 28; Rm 5, 18-19).
La visión de Ezequiel sobre la planicie cubierta de huesos secos que fueron reordenados y revivificados (Ez 37) se refiere directamente a la restauración de Israel, pero muestra como tal figura solo podría ser inteligible para oyentes familiarizados con la creencia en la resurrección. El profeta Isaías triunfante proclama: «¡Qué vuestros muertos revivan! ¡Qué sus cadáveres resuciten! ¡Qué despierten y canten aquellos que yacen sepultados, porque vuestro rocío es un rocío de luz y la tierra restituirá el día a las sombras» (Is 26, 19).
Finalmente, Job, reducido a la extrema desolación, se siente fortalecido por su fe en la resurrección: «Yo lo sé: mi vengador está vivo, y aparecerá, finalmente, sobre la tierra. Por atrás de mi piel, que envolverá esto, en mi propia carne, veré a Dios. Yo mismo lo contemplaré, mis ojos lo verán, y no los ojos de otro» (Jó 19, 25-27).
Ya en el Nuevo Testamento, después de la muerte de Lázaro, Marta manifiesta su creencia: «Sé que [él] ha de resurgir en la resurrección en el último día» (Jn 11, 24). Contundente, San Pablo no duda en poner la resurrección final en el mismo nivel de certeza de la resurrección de Cristo: «Ahora, si se predica que Jesús resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de los muertos, ni Cristo resucitó. Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación, y también es vana vuestra fe» (1Cor 15, 12-14).
Y por último, supremo testimonio, el propio Cristo Nuestro Señor no solo supone la resurrección de la carne como cosa bien sabida, sino también la defiende contra los ataques de los saduceos: «En la resurrección de los muertos, ni los hombres tomarán mujeres, ni las mujeres, maridos, sino serán como los ángeles de Dios en el Cielo. Pero, en cuanto a la resurrección de los muertos, no leísteis en el libro de Moisés como Dios le habló en el arbusto diciendo: ‘¿Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?’ Él no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 25-27; Mt 22, 30-32). El Mesías también declararía esta verdad en otros pasajes (Jo 5, 28-29; 6,39-40; 11, 25; Lc 14,14).
La doctrina de la resurrección en la Tradición cristiana
Los Padres, Doctores e insignes teólogos siguieron con firmeza el recto camino trazado por el Divino Maestro. En el siglo II, San Policarpo dio el apodo de primogénito de Satanás, al que niegue la resurrección y el juicio [1]. Arístides afirma que los cristianos guardan los mandamientos porque esperan la resurrección de los muertos [2]. Atenágoras escribió un tratado entero sobre la resurrección de los muertos, en el cual demuestra primero la posibilidad de la resurrección, su conveniencia y necesidad; después prueba que el hombre es inmortal, ya que es racional; y como, por otra parte, está compuesto de alma y cuerpo: él no puede conseguir con perfección su fin y su bienaventuranza si el cuerpo no vuelve a unirse con el alma.
San Irineo enseña que nuestros cuerpos, nutridos con el manjar eucarístico, reciben la semilla de la resurrección [3]. En el siglo III quien con más brillo defendió la resurrección futura fue Tertuliano. Esta carne que Dios formó con sus manos y según su propia imagen, que animó con su soplo a semejanza de su vida (…) ¿esta carne no resucitará? ¿Esta carne que es de Dios a tantos títulos? [4].
Un testimonio de San Agustín: Resucitará esta carne, la misma que es sepultada, la misma que muere, esta misma que vemos, que palpamos, que tiene necesidad de comer y de beber para conservar la vida; esta carne que sufre enfermedades y dolores, esta misma tiene que resucitar, los malos para siempre penar, y los buenos para que sean transformados [5].
* * *
Si bien respaldada por tantos y tan serios testimonios, no deja de ser una maravilla imaginar que, en un día conocido sólo por el Altísimo, al toque de las trompetas angélicas, millones de cuerpos emergerán de las profundidades de los océanos, surgirán de las entrañas de la tierra, y juntos, elevarán los ojos hacia el Creador, que entonces separará los suyos (cf. Mt 25, 31-33).
Por Emílio Portugal Coutinho
1) Ep. Ad Philip., VII, 1.
2) Migne, P. G., t. 96, col. 1121.
3) Id. ib., col. 1124.
4) Id., e. 2, col. 885.
5) Id., t. 38, col. 1231.
Deje su Comentario