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Administrar el tiempo para una buena homilía

Redacción (Jueves, 26-05-2011, Gaudium Press) La forma de pensar del ser humano en la cultura y mentalidad contemporáneas, de cierta forma, tomó a la Iglesia de sorpresa. Varios ejemplos podrían ser dados para ilustrar la discapacidad eclesial delante de la urbanización. Una preocupación particular es propiciar buena participación en las celebraciones eucarísticas a fin de que cristianos y cristianas se alimenten del pan de la palabra y el pan de la eucaristía.

Para atender necesidades y deseos de quien quiera vivir el misterio pascual en el sacramento de la eucaristía, pasa a primer plano el problema de las homilías, particularmente del «tiempo» dedicado a ellas.

La reciente exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini, n. 59, recuerda que «La homilía constituye una actualización del mensaje de la Sagrada Escritura, de tal modo que los fieles sean llevados a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el momento actual de su vida». Para que la homilía sea eficaz advierte: «Se deben evitar tanto homilías genéricas y abstractas, que ocultan la simplicidad de la Palabra de Dios, como inútiles divagaciones que amenazan atraer la atención más para el predicador que para el corazón del mensaje evangélico». Y continúa recomendando que, al preparar una homilía, el celebrante responda algunas preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas?»; «¿Qué me dicen personalmente?» y «¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?». Queda el desafío: ¿cómo poner en práctica todo esto?
Sin embargo, hay un aspecto que no puede pasar desapercibido: saber administrar bien el tiempo para que la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística tengan una relación de reciprocidad. Quien celebra debe administrar y saber gestionar el tiempo a disposición para que todos los elementos de la celebración estén bien situados y se respete la importancia de cada uno de ellos.

Recorriendo un poco la historia de la Iglesia, percibimos que muchos predicadores dejaron sus marcas en relación al tiempo de la predicación. Las predicaciones de Máximo de Turín (primer obispo de Turín, escritor de teología) no superaban once minutos.

Cesáreo de Arlés vivió en un período de transición de la Antigüedad hacia la Edad Media y, como obispo, usaba un lenguaje simple, comprensivo y sus homilías duraban nueve minutos y las largas, quince minutos. Crisólogo, predicador impar, con magnífico don de la palabra, recibió este nombre que significa palabra de oro. Sus predicaciones eran en torno de veinte minutos (cf. Diccionario de Homilética, pp. 1630 a 1637). San Agustín acostumbraba improvisar y sus predicaciones duraban de nueve a veinticinco minutos. Pocas veces, pasó de una hora y media o llegó hasta dos horas. San Juan Crisóstomo, teólogo y escritor que poseía una inflamada retórica, incluso no teniendo buena salud, acostumbraba improvisar y predicaba alrededor de cinco a diez minutos. San Ambrosio hablaba en torno de treinta o cuarenta minutos.

En épocas posteriores se ve que las homilías se tornaron más largas. San Antonio de Padua generalmente hablaba cuarenta y cinco minutos, llegando a dos horas. San Carlos Borromeo era prolijo en sus discursos y, si leídos, duraban generalmente más de una hora. San Antonio María Claret acostumbraba hablar una hora o una hora y media. Cuando sobrepasaba este tiempo, llegaba hasta más de dos horas y, a veces, tres horas.

Podemos percibir que, en promedio, el tiempo de una homilía en los primeros tiempos del cristianismo se aproximaba a un cuarto de hora (cf. Diccionario de Homilética, pp. 1630 a 1637). Con el ejemplo de estos grandes predicadores, creo que hoy no debemos pasar de quince minutos en las homilías.

El tiempo de la homilía es limitado y precisa ser muy bien moderado. Administrar el tiempo de la homilía no significa estar centrado en el reloj. De nada sirve hablar poco tiempo si no se consigue pasar las informaciones que hablen al corazón de los oyentes.

Hoy, necesitamos hablar con objetividad, esto es, hablar poco y tener capacidad de síntesis. Hablar lo que interesa, pero sin prisa.

En los momentos iniciales de la predicación debemos presentar el tema, identificando y delimitando el asunto de forma clara (tres minutos). Los otros siete minutos serán usados para profundizar el asunto con inicio y conclusión, y los tres o cuatro minutos restantes, concluir.

Ayuda mucho siempre recordar lo que dijo Shakespeare: «Los hombres de pocas palabras son los mejores. La brevedad es el alma de la sabiduría».

Por el Canónigo Edson José Oriolo dos Santos

Párroco de la Catedral Metropolitana de Pouso Alegre

 

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