Redacción (Viernes, 27-05-2011, Gaudium Press) El hombre de hoy se juzgaría menos moderno si no criticase a los antiguos. Para él, las verdades pasaron a poseer una validez. Los descubrimientos del pasado fueron sobrepasados por el presente, y sufrirán reparaciones en el futuro. Todo es transitorio. La opinión se llena de bríos, poco dispuesta a dialogar, o por lo menos, a reconocer una verdad exterior.
Consecuentemente, muchos autores contemporáneos, al pretender apoderarse de la verdad, se sientan en su cátedra embebida de pretensiones infalibles, cuyos escritos destilan sus propios dogmas, muy distantes, a veces, del mundo real. Y cuánto más escandalosos, probablemente, más publicitados y comentados.
Las fatuas falsedades emanadas van al encuentro de hombres ávidos de cambios que transformen su existencia, consecuencia del vacío dejado por el rechazo a la metafísica y a sus interlocutores. Al participar de las nuevas vías que crean una ruptura con las antiguas, se adhieren fácilmente a nuevos proyectos que les traigan una liberación de los viejos preconceptos éticos.
En una cultura hedonista, en la cual la iglesia fue substituida por el shopping, la belleza de la virtud por la estética corporal, el ayuno y la penitencia por la dieta y el sudor en el gimnasio, una religión de dogmas y prescripciones morales solo podría surgir al pensamiento contemporáneo como algo sobrepasado, impositivo, que asfixia la propia pretensión de verdad.
Jesucristo, Iglesia de San Román, Sevilla Foto: Daniel Pujol |
Así, se niega la verdad en su transcendencia absoluta, de la cual dimanan todas las demás, y se corre el serio riesgo de «panteistizarla». Todos con la verdad, y la verdad con todos. Si todo es verdad, ¿tendrá sentido el propio término? ¿Cómo invitar al hombre a salir de sí, y de sus preconceptos recientemente creados, el azar, conforme el menú presentado por verdades relativizadas, tragadas sin masticar, que lo empanturraron de criterios poco juiciosos, asimilados con la misma rapidez en que cambia el canal de la TV?
Jesucristo
La respuesta no es una verdad abstracta, sino una persona concreta: Jesucristo, la «Palabra eterna que se expresa en la creación y comunica en la historia de la salvación» (Verbum Domini n. 11). Para el cristiano, la Verdad absoluta, Dios, se encarnó y se hizo hombre (Cf. Jo 1, 14), posee un rostro – «Quien me ve, ve al Padre» (Jn 14, 9) – y un nombre, no habiendo debajo del cielo salvación en ningún otro (Cf. At. 4, 12). Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Cf. Jo 14, 6). Ésta es la gran novedad del cristianismo, un Dios personal, no distante, que entra en la Historia.
¿Cómo renunciar a Aquel que posee palabras de vida eterna (cf. Jo 6, 68), y cambiarlas por palabras humanas, llevadas y olvidadas por el tiempo, o superadas por una nueva erudición o pensamiento falible? En Jesús, «la Palabra no se expresa primariamente en un discurso, en conceptos o reglas; sino nos vemos colocados delante de la propia persona de Jesús. Su historia, única y singular, es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad» (VD n.11). Esta, excede toda y cualquier capacidad intelectual humana que «con sus propias capacidades racionales e imaginación, jamás habría podido concebir» (Loc. Cit.).
¿Cómo llegamos a la conclusión de que no nos engañamos? San Juan es nuestro testigo: «‘Nosotros vimos su gloria, gloria que le viene del Padre, como Hijo único lleno de gracia y de verdad’ (Jn 1, 14b). La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros» (VD n. 11). Solo la Revelación podría traer una verdad plena que orientase a los hombres en su peregrinación terrenal y los llevase a un seguro conocimiento, tanto cuanto posible para su naturaleza limitada.
Descubrimos así que la verdad no es abstracta, variable, limitada, sino que es el propio Dios encarnado, que entrando a la historia concreta de los hombres, con Palabras de vida eterna, los orienta en su peregrinación terrenal, invitándolos a conformar su vida a la luz de la Revelación.
Por el Diácono José Victorino de Andrade, EP
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