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Santa Juana de Arco: una saga, un mito, un poema – I Parte

Redacción (Martes, 31-05-2011, Gaudium Press) Ciertas leyendas se parecen tanto con la realidad al punto de levantar la pregunta: «¿Será, de hecho, simple leyenda?» En sentido contrario, ciertas narraciones históricas se revisten de tantos aspectos sorprendentes que suscitan una desconfianza: «¿Pero esto será real?»

Uno de los más expresivos ejemplos del segundo caso es la vida de Santa Juana de Arco, una de las mayores epopeyas de la Historia. Son desconcertantes los trazos de su corta existencia. Serían incluso inexplicables abstrayéndose la gracia de Dios, que transformó esta delicada virgen campesina en guerrera intrépida e hizo de su nombre una saga, un mito, un poema.

Desde muy pequeña, preparada para su gran misión

Cuando Juana nació, en 1412, Francia sangraba dolorosamente hacía ya 75 años, en los duros embates de la Guerra de los Cien Años, contra Inglaterra. El nombre de su villa natal, situada en el Ducado de Lorena, suena como un toque de campanilla de aldea: Domrémy.

Joana.jpgHija de campesinos honrados y laboriosos, allí pasó ella su infancia, aprendiendo lo mismo que las otras niñas de su edad. «Ella se ocupaba, como las demás jovencitas, haciendo los trabajos de casa e hilando, y, algunas veces, como yo misma vi, cuidaba de los rebaños de su padre» -cuenta Hauviette, su amiga.

Entretanto, la nota dominante de su infancia fue su ejemplar piedad. Desde muy pequeña, Dios la atraía hacia la contemplación de panoramas elevados. Destinada a grandes hechos, su fe debería ser robusta. Le gustaba inmensamente frecuentar la iglesia, y con sumo interés daba los primeros pasos en el aprendizaje de la doctrina cristiana.

Jamás podría ella imaginar la gran misión para la cual su alma estaba siendo preparada. Escuchémosla narrar, con encantadora simplicidad, un acontecimiento que la marcó profundamente: «Cuando tenía más o menos 13 años, oí la voz de Dios que vino a ayudarme a gobernarme. Yo escuché la voz del lado derecho, cuando iba a la Iglesia. Después que oí esta voz tres veces, percibí que era la voz de un ángel. Ella me enseñó a conducirme bien y a frecuentar la iglesia».

Tiempos después, sabiendo ya que aquella «voz» era de San Miguel Arcángel, cuenta: «Ella [la voz] me dijo que era necesario que yo, Juana, fuese al auxilio del Rey de Francia».

A los 17 años, parte a la vida de batallas

Francia, la Hija Primogénita de la Iglesia, estaba en una situación calamitosa. En 1337, el Rey Eduardo III de Inglaterra, reivindicando para sí el Trono de Francia, desencadenó la Guerra de los Cien Años. Debilitados por factores de orden moral y religioso, además de graves discordias internas, los franceses sufrieron reveses sucesivos. En 1420, fueron obligados a firmar el humillante Tratado de Troyes, en consecuencia del cual el Rey de Francia perdió el trono en favor del Rey de Inglaterra. Así, la nación francesa caminaba hacia un ocaso sin gloria.

Precisamente en esta trágica circunstancia, surge la figura argéntea de Santa Juana de Arco, la campesina analfabeta, pero instruida en las vías de la virtud por tres enviados de Dios: el Arcángel San Miguel, Santa Catarina de Siena y Santa Margarita de Antioquia.

Cuando ella cumplió 17 años, las «voces del Cielo» le indicaron que el momento de actuar había llegado. Saliendo de la casa paterna, Juana consiguió convencer al Capitán Roberto de Baudricourt a conducirla a la presencia del «Delfin» (así era llamado el monarca francés Carlos VII, todavía no coronado Rey), el cual se encontraba en Chinon.

Con la convicción y confianza recibida de las voces celestiales, afirmaba ella ser la voluntad del rey del Cielo que Carlos fuese coronado, y que ella era llamada a comandar en nombre de Dios los ejércitos franceses para expulsar de Francia a las tropas inglesas.

Después de vencer muchas dificultades, la pastora de Domrémy llegó a la corte el día 6 de marzo de 1429. En esta ocasión ella se encontraría, por fin, con el monarca que ella misma llevaría al trono. Para probar la autenticidad de la misión de la cual ella aseguraba estar incumbida, y también para divertirse frívolamente a expensas de la «ingenua» campesina, Carlos decidió disfrazarse en medio de sus cortesanos, mientras otro estaría sentado en el trono, vestido con los trajes reales.

(Mañana II Parte: La coronación del rey – Una terrible perplejidad)

 

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