Redacción (Miércoles, 01-06-2011, Gaudium Press) Entró la Santa y fue presentada al falso Delfín. Sin darle mayor atención, ella inmediatamente pasó a observar todas las fisionomías del recinto, hasta ver a Carlos escondido en un rincón. Fijó en él su pura y penetrante mirada, y le hizo una profunda reverencia, diciendo: «Muy noble señor Delfín, aquí estoy. Fui enviada por Dios para traer auxilio a vosotros y vuestro reino». El asombro general luego dio origen a estruendosos aplausos.
Foto: ‘Zyzak’ |
En larga conversación, Santa Juana de Arco expuso a Carlos VII la misión a ella confiada por la Providencia y solicitó que le fuese puesto a disposición un ejército para acudir rápido en defensa de Orleans. Convencido, al final, por el que viera y oyera, Carlos no dudó en hacer lo que la enviada de Dios le indicaba.
Coronación del Rey: día de gloria y alegría
De esta forma el mundo de entonces presenció un hecho absolutamente inédito: Juana, la «doncella», marcha al frente de los ejércitos franceses, conduciéndolos a una batalla decisiva.
La presencia de esta virgen resplandeciente de inocencia y seguridad en la victoria imponía respeto en el campamento y daba nuevo aliento a los oficiales y soldados. Prohibió terminantemente las bebidas alcohólicas y los juegos. Sobre todo, insistió que los soldados pudiesen confesarse y recibir la santa Comunión.
Sus consejos de guerra jamás fallaron, causando admiración a los más experimentados generales. ¡La toma de Orleans fue un espléndido triunfo! En medio de la batalla, allá estaba ella sosteniendo su blanca bandera bordada con la imagen de Nuestro Señor y las palabras Jesús, María.
Después de la toma de Orleans, siguieron otras grandes victorias. Gracias a Santa Juana de Arco, renace en Francia el ideal de unidad y la esperanza de reconquistar el territorio perdido. El pueblo no ahorraba entusiásticas manifestaciones de gratitud y admiración por la «Doncella».
Consagración de Carlos VII Foto: Wally Gobetz |
Llegó, al fin, el anhelado día en que el Rey de Francia volvió a ocupar el trono al cual solo él tenía derecho. El 17 de julio de 1429, Carlos VII fue solemnemente coronado, teniendo a su lado a Santa Juana de Arco con su estandarte. Alguien le preguntó el motivo de la presencia de aquel pendón de guerra en una ceremonia de coronación, y recibió pronta respuesta: «Él estuvo conmigo en la hora del combate, es natural que esté también en el momento de gloria».
Fue un día de gran fiesta. Más que nunca, la alegría le invadía el alma. ¡Aunque los ingleses no hubiesen todavía sido expulsados totalmente, el Reino de Francia ya estaba restablecido!
Una terrible perplejidad
En poco tiempo, sin embargo, a esa alegría se sobrepondrían las pesadas sombras de la ingratitud, las intrigas y la traición.
El Rey, sintiéndose ahora poderoso y firme en su trono, rápidamente se olvidó de la gratitud debida a esta heroica doncella. Peor aún, Carlos VII, dominado por sorda envidia, la abandonó a la propia suerte.
Santa Juana de Arco sufriría de la misma forma que el Divino Salvador, el cual, después de ser recibido triunfalmente en el Domingo de Ramos, fue crucificado el Viernes Santo.
Aún así, ella continuó la lucha, dispuesta a no deponer armas mientras hubiese tropas inglesas en el territorio francés. Intentando salvar la ciudad de Compiègne, en 1430, ella fue hecha prisionera por soldados de la región de Borgoña (aliada de Inglaterra) y entregada a los ingleses.
Estos la llevaron a un tribunal de la Inquisición, formado irregularmente y presidido por un obispo indigno y corrupto, Pierre Cauchon, al cual fue ofrecida alta suma de dinero.
Delante del inicuo tribunal, la inocente joven fue acusada de herejía y brujería. No faltó quien atribuyese sus victorias a un acuerdo con los espíritus malignos. No le fue dado un defensor, pero ella, asistida por el Espíritu Santo, se defendió con tanta seguridad y sabiduría que dejó pasmos tanto a los acusadores como a los jueces.
Este tribunal, entretanto, no se había reunido para juzgar… La sentencia condenatoria ya estaba decidida de antemano. La salvadora de Francia fue condenada a la pena de muerte en la hoguera en plaza pública.
Torturada por las presiones e injusticias de las cuales era víctima, Juana tenía un sufrimiento mayor, una terrible perplejidad: el Rey estaba repuesto en su trono, pero los ingleses ocupaban todavía gran parte del territorio francés; ¿moriría ella sin haber cumplido enteramente su misión?
El premio de la confianza y la fidelidad
En la mañana triste y fría del día 30 de mayo de 1431, ella fue quemada viva en la ciudad de Rouen, a los 19 años de edad. Amarrada en medio de las llamas y mirando su crucifijo, ella reafirmó en altos gritos la inquebrantable confianza en el cumplimiento de su misión: «¡Las voces no mintieron! ¡Las voces no mintieron!»
¿Habrá ella recibido en este instante supremo alguna revelación que la sacó de la angustiante perplejidad? ¿Le habrán «las voces» hablado una última vez, explicando que, gracias al irresistible impulso por ella dado, en poco tiempo Francia estaría libre de los invasores?
¿Quién lo sabrá decir? Lo cierto es que en 1453, después de la batalla de Castillon, los ingleses fueron expulsados del Reino de Francia.
En 1456, una investigación judicial realizada por orden del Rey tuvo como resultado la declaración de la inocencia de Santa Juana de Arco. Beatificada por San Pío X en 1909, fue ella canonizada por Benedicto XV en 1920. La Santa Iglesia celebra su fiesta el día 30 de mayo.
Guardadas las debidas proporciones, esta virgen guerrera y mártir bien podría cantar como la Madre de Dios:
«Mi alma glorifica al Señor (…) porque lanzó los ojos sobre la bajeza de su sierva, y de hoy en adelante me proclamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque realizó en mí maravillas Aquel que es poderoso y cuyo nombre es santo».
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