Redacción (Domingo, 05-06-2011, Gaudium Press) En pleno S.XX, es decir, en nuestros tiempos, hubo una monja polaca que hablaba cotidianamente con Jesucristo, con la Virgen María, veía con frecuencia a su ángel de la guarda y a otros ángeles, y entablaba conversaciones con varios de los santos del cielo. Esta monja -canonizada por Juan Pablo II al inicio del tercer milenio- tenía como apelativo en religión el de Sor María Faustina del Santísimo Sacramento. Su nombre de pila era Helena Kowalska. El nombre con el que es hoy más conocida: Santa Faustina Kowalska. Su vida, una maravilla…
Desde muy niña tuvo claro que quería seguir la vida religiosa. Aunque el camino para cumplir su vocación le fue tortuoso -la oposición inicial de sus padres, dificultades económicas que la llevaron a realizar labores de empleada doméstica, entre otros obstáculos- Cristo y su Madre Purísima velaron entretanto para que ella fuese conducida a buen puerto.
Era un día de 1924, y ya varias comunidades la habían rechazado, cuando Helena tocó las puertas de la casa con el número 3/9 de la calle Zytnia, en Varsovia, el convento de Nuestra Señora de la Misericordia, de la Congregación de las Hermanas de la Caridad de la Madre de Dios. La futura santa contaba entonces con 19 años. La superiora del monasterio, que había tenido una primera impresión desfavorable, tras algunos minutos de conversación pidió a Helena que indagase con el «Señor de la casa» si la aceptaba en la comunidad. La joven, alegre, decidida e inocente, fue al instante a la capilla y dirigiéndose a Jesucristo Sacramentado le preguntó: «Señor de esta casa ¿me aceptas?». Narra Santa Faustina en su diario que «inmediatamente escuché la voz, ‘Si, te acepto; tú estás en mi corazón».
La superiora, -la Madre Michael Moraczewska, quien ya había percibido que el llamado a Helena provenía directamente del cielo- no tuvo necesidad de más para aceptarla en el monasterio. «Cuando regresé de la capilla -cuenta Santa Faustina en su diario, la Madre Superiora me preguntó antes que nada: ‘Bueno, ¿te aceptó el Señor?’ Y contesté ‘Sí’. ‘Si el Señor te aceptó’, ella dijo, ‘yo también te acepto’ «. Meses después, tras reunir el dinero para el ajuar de religiosa con los frutos de su labor de niñera y de doméstica, y después de superar nuevos obstáculos, fue el 2 de agosto de 1925, día de Nuestra Señora de los Ángeles, que Helena entró al convento.
Aún era una simple postulante, cuando el deseo de hacer bien a las almas movió a Helena a preguntarle al Redentor, quienes debían ser los privilegiados en las intenciones de sus copiosas oraciones. Jesús contestó que en la noche siguiente le respondería. Y efectivamente, más que una respuesta de labios divinos, la hermana Faustina tuvo una visión, que así narra en su diario:
«Yo vi a mi Ángel Guardián que me ordenaba le siguiera. Por un momento estaba en un sitio nublado, lleno de fuego, en el que había un gran número de almas sufrientes. Estaban orando fervientemente pero sin provecho para sí. Solo nosotros podemos ayudarlas. Las llamas que las quemaban a ellas no me tocaban a mí. Mi Ángel Guardián no me abandonó ni un instante. Yo pregunté a estas almas cuál era el mayor sufrimiento. Me contestaron a una sola voz, «que su mayor tormento era el anhelo de estar con Dios». Yo vi a Nuestra Señora que visitaba a las almas del Purgatorio. Las almas la llamaban «Estrella del Mar». Ella les traía alivio. Yo quise hablar con ellas pero mi Ángel Guardián no me permitió. Salimos de esa prisión de sufrimiento. Entonces oí una voz interior que decía, ‘Mi Misericordia no quiere esto, pero mi Justicia lo demanda’. Desde esa ocasión, yo estoy en comunión más cercana con las almas en pena».
Entretanto, el papel de esta humilde religiosa no estaría solo en la eficaz intercesión por los pecadores o sufrientes, sino que su vocación de alcance universal la llevaría a ser la portavoz de la Misericordia de Jesucristo para nuestros tiempos, de manera condicente con el título que el propio Salvador le había impuesto: la Secretaria de la Divina Misericordia.
En la noche del 22 de febrero de 1931, estando ya en su cuarto, la hermana Faustina vio a Jesucristo vestido de blanco, con una mano levantada en actitud de bendición y la otra tocando su pecho: «En los pliegues de su vestido, que aparecía un poco abierto en el pecho -narra la monja, brillaban dos largos rayos: el uno era rojo, y el otro blanco. Yo me quedé en silencio contemplando al Señor. Mi alma estaba llena de miedo pero también rebosante de felicidad. Después de un rato Jesús me dijo: ‘Pinta una imagen mía, según la visión que ves, con la inscripción: ¡Jesús, yo confío en Ti! Yo deseo que esta Imagen sea venerada, primero en tu capilla y después en el mundo entero. Yo prometo que el alma que honrare esta imagen no perecerá. También le prometo victoria sobre sus enemigos aquí en la tierra, pero especialmente a la hora de la muerte. Yo, el Señor, la defenderé como a mi propia Gloria’ «.
Días después de la anterior visión con mezcla de profecía, Jesucristo da más detalles a la religiosa de cómo quiere que el orbe entero le alabe en su Divina Misericordia: «Yo deseo que haya una fiesta de la Misericordia. Yo deseo esta imagen, que tú pintarás con el pincel, que será solemnemente bendecida el primer domingo después de Pascua. Ese domingo será la Fiesta de la Misericordia. Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran misericordia mía a las almas de los pecadores. Deja que el pecador no se sienta temeroso de acercarse a Mí. Las llamas de mi Misericordia me devoran, quiero volcarlas sobre las almas de los hombres’ «. Los deseos de Jesucristo, como Dios que es, no se quedan sin cumplir. El 30 de abril del año 2000, en el mismo domingo en que un Papa polaco como María Faustina la canonizaba, ese Papa declaraba también de forma solemne que desde ese día toda la Iglesia celebraría el II domingo de Pascua como el día de la Misericordia divina.
La fiesta de la Misericordia -y todas las demás devociones que a ella acompañan y que fueron establecidas directamente por Jesucristo a través de Santa Faustina- no dejan de conmovernos por la bondad infinita que trasparentan, y por lo cercanas que se manifiestan a la miseria todos nosotros pobres pecadores. Corría el año de 1934, cuando a pedido de su Director Espiritual, Sor Faustina preguntó al Señor Jesús el significado de los rayos que salían de su corazón en la aparición de 1931. La siguiente es la magnífica respuesta que recibió:
«Los dos rayos de la Imagen representan la Sangre y el Agua que brotaron de la profundidad de mi Misericordia, cuando mi corazón agonizante fue traspasado por la lanza en la Cruz. El rayo pálido significa el Agua que purifica las almas; el rayo rojo, la Sangre que es la vida del alma. Estos rayos protegen a las almas de las iras de mi Padre. Feliz el que vive bajo su sombra, porque la mano de la Justicia de Dios nunca lo alcanzará. (…) La humanidad no obtendrá paz, hasta que no venga con confianza a mi Divina Misericordia».
Muchas veces le manifestó Jesucristo a Sor Faustina los deseos que lo consumen de derramar sus gracias sobre los pecadores, y la ingratitud y olvido que ellos tienen hacia su bondad. No obstante, la Misericordia de Dios allí permanece, pronta y dispuesta para salvar, para perdonar y remediar: «Mi corazón está inundado con gran misericordia por las almas y especialmente por los pobres pecadores. Si solo ellos pudieran comprender que yo soy el mejor de los Padre para ellos y que mi Sangre y Agua brotan de mi corazón como una fuente de misericordia. Por ellos yo habito en el tabernáculo como el Rey de la Misericordia. Deseo derramar mis gracias sobre las almas, pero ellas no quieren aceptarlas. (…) ¡Oh, que indiferentes son las almas ante tanta bondad, cuantas pruebas de amor!», decía el Mesías.
Quien lee la vida de Santa Faustina, y ya conoce las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque en el siglo XVII, siente la misma bondad y misericordias del mismo origen divino, no obstante actualizadas y requintadas de forma adecuada a la profunda miseria moral y espiritual de nuestra época.
Fácilmente en las revelaciones a la santa polaca se percibe la voluntad salvífica universal de Dios, con características no solo de elevadísima sensibilidad humano-divina sino incluso de la más tierna maternidad, voluntad salvífica que se inclina hacia el hombre de nuestros tiempos con todo el arsenal de la piedad de un Dios, de una forma tan pinacular que hasta hace desconfiar que algo grande esté por suceder.
De hecho, fue el mismo Jesucristo quien un día glorioso dijo a la santa apóstol de la misericordia: «Tú prepararás al mundo para mi venida final».
Por Saúl Castiblanco
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