Redacción (Jueves, 09-06-2011, Gaudium Press) Antes de subir a los Cielos, el Redentor no da ninguna recomendación política y mucho menos insinúa algo en la línea de una reconquista del poder de Israel. Al contrario, sus palabras visan una actuación estrictamente moral, religiosa y penitencial en nombre de Dios.
María y los apóstoles en Pentecostés Museo episcopal de Cuzco |
Esta conversión, la cual en su esencia es «metanoia», ya había sido intensamente estimulada por el Precursor Juan Bautista que se presentará como la voz que clama en el desierto, a fin de que todos enderezaran los caminos para la llegada del Señor. Éste es también el legado del Redentor a los suyos, antes de la Ascensión. La substitución de los criterios equivocados por los verdaderos es indispensable para la real conversión.
Saulo, en un solo instante la realizó, ya al caer del caballo, y así mismo pasó por un retiro de tres años en el desierto para tornarla irreversible, como también profunda y eficaz. Comúnmente, ella se hace de manera lenta, después de los fulgores de un primer «flash», mediante el cual, por la gracia del Espíritu Santo, el alma se da cuenta de las bellezas de las vías sobrenaturales y por ellas resuelve caminar con decidida firmeza.
Sin esta conversión, nos es prácticamente inútil el Misterio de la Redención y de nada nos sirve el Evangelio. De forma explícita o implícita -dada nuestra naturaleza racional- la actuación de nuestra inteligencia y voluntad se hace con base en principios y máximas que guían las potencias de nuestra alma. Es sobre esta fuente que se concentra el esfuerzo de la conversión. En síntesis, se trata de substituir el amor propio, el cual se manifiesta en el apego a las criaturas, por el amor a Dios.
Es de dentro de la visualización perfecta, respecto a la rectitud de la práctica de la Ley de Dios y de su santidad, que brota el eficaz pedido de perdón de los pecados. Es en ese contraste que el penitente tiene plena consciencia de la gran misericordia anunciada por Jesús, antes de su partida a los Cielos. Ni los ángeles revoltosos, ni los hombres que murieron en pecado recibieron esta dádiva inconmensurable. Y, en ese momento, ella nos fue ofrecida por el propio Hijo de Dios.
Iniciándose en Jerusalén, del Sagrado Costado de Cristo, nace la Iglesia a predicar allí, y después a todo el mundo afuera, la Buena Nueva del Evangelio. Así había profetizado el Antiguo Testamento, así ordenó en aquella ocasión el propio Jesucristo.
«Yo voy a mandar sobre vosotros al Prometido por mi Padre. Entretanto, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo Alto» (Lc 24, 49). Se trata de la Tercera Persona de la Trinidad, que Jesús enviaría, según la promesa hecha por el Padre, o sea, «la fuerza de lo Alto». Es el Espíritu Santo, que procede del amor entre el Padre y el Hijo, que descenderá sobre ellos, a fin de ser en Él sumergidos, penetrados y revestidos por Él, para, así transformados, realizar su misión de testigos. Los Apóstoles «serán preparados con la gran fuerza renovadora y fortalecedora del Pentecostés. Recibirán al Espíritu Santo, de cuyo envío tanto habló el Evangelista Juan en los discursos de la Última Cena».
Pentecostés, según grabado de Gustav Doré |
La orden de no salir de Jerusalén bajo ningún pretexto tenía por objeto la espera de Pentecostés para comenzar a predicar. Entendieron ellos que, este período, deberían pasarlo en recogimiento, pues es en estas circunstancias donde Él actúa más profundamente.
San Juan Crisóstomo comenta a este propósito: «Para que no se pueda decir que había abandonado a los suyos para ir a manifestarse -más aún, ostentarse- a los extraños, les ordenó Jesús presentar las pruebas de su Resurrección primero a aquellos mismos que lo habían matado, en la ciudad donde fue cometido el temerario atentado, pues, si los que habían crucificado al Señor daban muestras de creer, se tendría una gran prueba de la Resurrección».
Por otro lado, continúa San Juan Crisóstomo: «Así como en un ejército que se alinea para atacar al enemigo, el general no permite a nadie salir antes de estar todos preparados, de la misma forma Jesús no permite a sus Apóstoles salir a pelear mientras no estén preparados por la venida del Espíritu Santo».
Y ¿Por qué razón el Espíritu Santo no descendió sobre los Apóstoles, de inmediato? «Convenía que nuestra naturaleza se presentase en el Cielo y fuesen realizadas las alianzas, y después entonces viniese el Espíritu Santo y se celebrasen los eternos júbilos», opina Teofilacto.
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
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