Redacción (Lunes, 13-06-2011, Gaudium Press) Llegada la tarde de aquel mismo día, que era el primero de la semana, y estando cerradas las puertas de la casa donde los discípulos se encontraban juntos, por miedo de los judíos, fue Jesús, se colocó en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con vosotros!»
La prueba por la cual habían pasado los Apóstoles excedía las fuerzas de la frágil naturaleza humana y, a pesar del testimonio entusiasmado de María Magdalena, no les era fácil creer en la Resurrección; tal vez su abatimiento fuese el resultado de no juzgarse dignos de recibir una aparición del Señor, según pondera San Juan Crisóstomo, debido al horroroso abandono en el cual dejaron al Maestro en su agonía.
En su bondad infinita, Jesús no dejó transcurrir mucho tiempo para manifestarse también a ellos. Escogió una excelente oportunidad para tal: en el atardecer y estando las puertas cerradas, para tornar aún más patente la grandeza del milagro de su Resurrección.
La llegada de la noche es el momento en que la aprehensión crece en el interior de todos los temerosos. Por otro lado, penetrar en un recinto con puertas y ventanas cerradas, solo en un cuerpo glorioso podría alguien realizar tamaño prodigio.
Cuál sería el lugar donde estaban reunidos, no se sabe con exactitud. La hipótesis más probable recae sobre el Cenáculo.
Otro particular interesante es la posición escogida por Cristo para dirigirles la palabra. Él podría haber preferido saludarlos ya a la entrada, entretanto caminó entre ellos y se colocó bien en el centro. Este debe ser siempre el puesto de Jesús en todas nuestras actividades, preocupaciones y necesidades. El dejarlo de lado, además de ser falta de respeto y consideración, es condenar al fracaso cualquier iniciativa, por mejor que sea.
Su saludo también nos llama especialmente la atención: «La paz esté con vosotros»
A primera vista seríamos llevados a juzgar comprensible que Él desease calmarlos de las perturbaciones que los acometían desde la prisión en el Huerto de los Olivos. Y de hecho, este bien podría ser uno de sus intentos, pero el significado más profundo no reside en esta interpretación. Para entender mejor, preguntémonos lo que es paz.
«Paz es la tranquilidad del orden», dice San Agustín, o sea, un orden permanentemente tranquila. Y Santo Tomás demuestra que la paz es efecto propio y específico de la caridad, pues todo aquel que está en unión con Dios vive en el perfecto orden, al armonizar todas sus potencias, sentidos y facultades a su causa eficiente y final. Esta unión hace brotar en el alma que la posee un profundo reposo interior y ni siquiera los enemigos externos la perturban, porque nada le interesa a no ser Dios: «Si Dios está con nosotros, ¿quién será contra nosotros?» (Rom. 8, 31).
Ahora, sabemos por la Teología que el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y procede del Padre y del Hijo por vía del Amor. En Él está la raíz, o semilla, de la cual nace el fruto de la caridad. Al amar a Dios y al prójimo, la alegría y el consuelo penetran en nuestro interior. De este amor y gozo, procede la paz.
Jesús, deseándoles la paz, les ofrecía uno de los principales frutos de este Amor infinito que es el Espíritu Santo.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor.
Por esta actitud del Señor podemos evaluar bien cuánto el pavor había penetrado en el alma de todos, a pesar de oír la voz del Divino Maestro deseándoles la paz.
Por eso se volvió indispensable mostrarles aquellas manos que tanto habían curado ciegos, sordos, leprosos e innumerables enfermedades, manos que tal vez ellos mismos hubiesen, a su tiempo, besado. Sí aquellas manos que, hacía poco, habían sido traspasadas por terribles clavos. Era preciso comprobar tratarse del Redentor, viendo su lado perforado por la lanza de Longinus.
En aquel momento sintieron que la alegría invadía sus almas, pues constataron que no estaban delante de un fantasma, sino del propio Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Se cumplía así su promesa: «He de veros de nuevo, y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 22).
Se ve en esta actitud su profundo fin apologético, al hacerlos ver sus santas llagas, al contrario de como procediera con Santa María Magdalena, o incluso con los discípulos de Emaús.
Otra nota de bondad consiste en el hecho de que Él veló el esplendor de su Cuerpo glorioso, caso contrario a la naturaleza humana de los Apóstoles que no habría soportado el fulgor de la majestad del Hombre-Dios resurrecto.
Él les dijo nuevamente: «La paz esté con vosotros. Así como el Padre me envió, también os envío a vosotros»
Nuevamente Jesús les desea la paz, y deja así entrever cuán importante es la tranquilidad del orden. Como objetivo inmediato, visaba Jesús proporcionarles la indispensable serenidad de espíritu frente a los desacuerdos y mortales persecuciones que les moverían los judíos. Por otro lado, Jesús se dirige a los siglos futuros y, por tanto, a la propia era en la cual vivimos. También a nosotros Él nos repite el mismo deseo de paz formulado a los Apóstoles en aquel momento. Sí, especialmente a nuestra civilización que tiene sus raíces en Cristo -Rey, Profeta y Sacerdote- cuya entrada en este mundo se hizo bajo el bello cántico de los Ángeles: «Paz en la tierra» (Lc 2, 14). No fue otro el don por Él ofrecido antes de morir en la Cruz, al despedirse: «Os doy la paz, os dejo mi paz» (Jo 14, 27). Entretanto, la humanidad hoy se suicida en guerras, terrorismos y revoluciones. ¿Y cuál es la causa? No queremos aceptar la paz de Cristo.
Tal cual la caridad, la paz comienza en la propia casa. Antes que nada, es preciso construirla dentro de nosotros mismos, dando a la razón iluminada por la Fe y gobierno de nuestras pasiones. Sin esta disciplina, entramos al desorden. Ahora, se va tornando cada vez más raro encontrarse un ser humano en el cual este equilibrio es buscado con base en el esfuerzo y la gracia. La espontaneidad domina despóticamente en todos los rincones. Vivimos los axiomas de la Sorbonne de 1968: «Está prohibido prohibir» -«La imaginación se adueñó del poder»-, «Nada reivindicar, nada pedir, sino tomar, invadir». Ellos parecían ser para la humanidad una piedra filosofal de felicidad, éxito y placer… ¡Qué desilusión!
La paz debe ser la condición normal y corriente para el buen relacionamiento social, sobre todo en la célula «mater» de la sociedad, la familia. He aquí uno de los grandes males de nuestros días: la autoridad paterna se auto-destruyó, la sujeción amorosa de la madre se decoloró y la obediencia de los hijos fue carcomida por el capricho, la falta de respeto y la revuelta. Estas enfermedades morales, traspuestas para la vida de la sociedad, redundan en lucha civil, de clases e incluso entre los pueblos.
La humanidad sufre éstas y muchas otras consecuencias del pecado de haber repudiado la paz de Cristo y abrazado la paz del mundo, o sea, el consumismo, el igualitarismo, el laicismo, la adoración de la máquina, etc.
Por Mons. João S. Clá Dias, EP
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