Redacción (Martes, 14-06-2011, Gaudium Press)
Sentencia la Escritura: «No hay paz – dice Yaveh – no hay paz para los impíos» (Is 57, 20). «Curaban las llagas de la hija de mi pueblo con ignominia, diciendo: Paz, paz; cuando no había paz» (Jer 6,14). Los milenios transcurrieron y nos encontramos nuevamente en la misma perspectiva de antes, con un agravante: ‘corruptio optimi pessima’ (la corrupción de lo óptimo resulta en lo pésimo). Sí, el rechazo de la paz verdadera traída por el Verbo Encarnado es mucho peor que la impiedad antigua, y de consecuencias aún más drásticas.
Vitral del Espíritu Santo, en la Basílica de San Pedro, Roma |
El orden fundamental del edificio de la paz deriva esencialmente del Evangelio y del Decálogo, o sea, del amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él (7). De ahí florece la paz interior del hombre y la armonía con todos los otros, amados por él con real caridad. Este es el mejor remedio para todos los males actuales, desde la «epidemia» de las depresiones – enfermedad paradigmática de nuestro siglo – hasta el terrorismo. Es indispensable reconocer en Dios a nuestro Legislador y Señor, pues, si a lo largo de la vida no existe la moral individual ni la familiar, habrá menos todavía el verdadero equilibrio social e internacional. El caos de nuestros días nos lo demuestra en demasía.
Siendo la paz fruto del Espíritu Santo, fuera del estado de gracia, y de la práctica de la caridad, no nos es dado encontrarla. Por eso quien se torna empedernido en el pecado no puede gozar de la paz: «Pero los malvados son un mar proceloso que no puede calmarse y cuyas olas revuelven lodo y lama. No hay paz – dice Yaveh – para los impíos» (Is 57, 20).
El mismo Isaías nos proclama la prodigalidad y la grandeza de la bondad de Dios para con los justos: «Porque así dice Yavé: Voy a derramar sobre ella (Jerusalén) la paz como un río, y la gloria de las naciones como torrentes desbordantes» (Is 66, 12).
Esta es la razón más específica del hecho de Jesús haber deseado una segunda vez la paz a sus discípulos. Es Él el autor de la gracia y, por tanto, el autor de la paz: «Cristo es nuestra paz» (Ef 2, 14). «La gracia y la verdad fueron traídas por Jesucristo» (Jn 1, 17).
Después de este segundo voto de paz, Jesús envía a sus discípulos a la acción, dejando claro cuánto es necesario jamás dejarse tomar por el afán de los quehaceres, perdiendo la serenidad. Uno de los elementos esenciales para el apostolado exitoso es la paz del alma de quien lo hace.
Otro importante aspecto que considerar en este versículo es la afirmación del principio de la mediación tan del agrado de Dios. Jesús se presenta aquí como el Mediador Supremo junto al Padre y, al mismo tiempo, constituye a los Apóstoles como mediadores entre el pueblo y Él. Aquí podemos medir cuánto son engañosas las máximas igualitarias al buscar destruir el sentido de jerarquía.
Juan 20, 22: Habiendo dicho estas palabras, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid al Espíritu Santo».
En la fiesta de hoy se conmemora el descenso del Espíritu Santo sobre María y los Apóstoles la cual se encuentra tan bien narrada en la primera lectura (At 2, 1-11). Este acontecimiento se dio después de la subida de Jesús al Cielo y tal vez de ahí proviene el hecho de que algunos nieguen la realidad del gran misterio obrado por Él en la ocasión, narrada en el versículo en análisis. Este error, más explícito en el comienzo del s. VI, fue solemnemente condenado por la Iglesia en el V Concilio Ecuménico de Constantinopla, en 552: «Si alguien defiende al impío Teodoro de Mopsuestia, que dijo (…) que después de la Resurrección, cuando el Señor insufló sobre los discípulos y les dijo ‘Recibid al Espíritu Santo’ (Jn 20, 22), no les dio el Espíritu Santo, sino que tan solo lo dio figurativamente (…), sea anatema» (8).
El Espíritu Santo no procede solamente del Padre, sino también del Hijo. Él es el Amor entre ambos. Y ¿cómo definir el amor? Es mucho más fácil sentirlo que definirlo. Dos amigos que se quieren mucho, al encontrarse después de largo período de separación, se abrazan fuertemente y llenos de alegría. ¿Qué significa este gesto tan espontáneo y efusivo, sino la manifestación de un amor recíproco? Los dos casi desean, en esa hora, una fusión de sus seres. El interior de las madres se deshace, sus entrañas parecen estar siendo arrancadas al ver a sus hijos partir. Los que se aman quieren estar juntos y mirarse. Y cuanto más robusto es el amor, mayor será la inclinación de unirse.
Ahora, cuando los dos seres que se aman son infinitos y eternos, jamás ese impulso de unión podrá mantenerse dentro de los estrechos límites de una mera tendencia emocional, como muchas veces pasa entre nosotros hombres. Entre el Padre y el Hijo, este Amor es tan vigoroso que hace proceder una Tercera Persona, el Espíritu Santo.
Nuestros amores, en no raras circunstancias, son volubles. Dios, muy al contrario, porque se contempla a Sí mismo, Bueno, Verdadero y Bello, eterna e irresistiblemente, Se ama desde siempre y para siempre, y, tal cual asevera San Agustín, de este amor hace proceder una Tercera Persona infinita, santa y eterna, el Divino Espíritu Santo. El amor es eminentemente difusivo y por eso tiende a comunicarse, a entregarse.
Curiosa es la diferencia de forma empleada por una y otra Persona para comunicarse con los hombres.
El Hijo vino a este mundo asumiendo nuestra naturaleza en humildad y anonadamiento Al contrario, el Espíritu Santo, sin asumir otra naturaleza, marca su presencia con símbolos de estrépito y majestad. La faz de la tierra será renovada por Él, de ahí la manifestación del esplendor, fuerza y rapidez de los fenómenos físicos que acompañaron su infusión de gracias en los que se encontraban reunidos en el Cenáculo (conforme la 1ª lectura de hoy, At 2, 1-11), porque ellos deberían ser Apóstoles y testigos. Era preciso que fuesen iluminados y protegidos, y supiesen enseñar.
En el Evangelio de Juan, esta donación del Espíritu Santo tiene en vista la facultad de perdonar los pecados:
Juan 20, 23: «A aquellos a quien perdonares los pecados, les serán perdonados, a aquellos a quien os retuvieres les serán retenidos».
Qué gran don concedido a los mortales por medio de los sacerdotes: ¡El perdón de los pecados! Por otro lado, ¡qué inmensa responsabilidad la de un Ministro de Dios! De él dice San Juan Crisóstomo: «Si el sacerdote condujo bien su propia vida, pero no cuidó con diligencia de la de los otros, se condenará con los réprobos» (9).
Por Mons. Mons. João S. Clá Dias, EP
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7 Cf. São Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q 29, a 3.
8 Cânon 12 in Denzinger, Ench. Symbol. nº 224
9 São Tomás de Aquino, Catena Áurea, in Jo., c 20, l 3.
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