Redacción (Martes, 27-06-2011, Gaudium Press) No. Puede aparentarlo, puede incluso hasta ‘engañarnos’ (en realidad somos nos quienes queremos engañarnos), pero ella nunca está totalmente inactiva. En ocasiones, una aparente inactividad de la conciencia se explica en que queremos ahogar su voz con el ruido que producen nuestras actividades, o simplemente con nuestro sutil o franco desprecio. Pero esa voz que es con frecuencia dulce pero incisiva, o por tiempos insistente y a la vez delicada, y a veces clamorosa, esa voz siempre busca hacerse escuchar.
Refiriéndonos a su especie moral, repetimos que la conciencia es «la voz de Dios», como la han definido los clásicos. Es claro: hablamos de la verdadera conciencia, esa que a pesar de nuestros pecados, o de nuestras ‘racionalizaciones’, o de nuestro querer acallarla o tergiversarla, aun reproduce en el propio espíritu la obligatoriedad del cumplimiento -en la vida práctica- de la ley eterna y de la ley natural. De la ley de Dios.
Por ello se equivocan gravemente ciertos teólogos que quieren erigir a la conciencia del hombre como la norma suprema de la moral: No. En la ciencia del bien y del mal, la conciencia no es lo supremo sino que es Dios, eterno, inmutable. Y la conciencia, sí, cuando es verdaderamente eco de la voz de Dios. No es porque la conciencia no nos acuse de nada que estamos actuando enteramente bien. No. La conciencia precisa estar bien formada.
La conciencia es como una tierna planta destinada convertirse en un gran árbol. Ella nace con toda la vitalidad inocente que procura las alturas, que quiere caminar rumbo a la fortaleza de un tronco robusto. Pero en esa estrada que va desde el prometedor retoño hacia el árbol frondoso en el que deben apoyarse nuestros actos, hay peligros, sinónimo de los efectos nuestro pecado. El humo negro que emana de nuestras faltas no examinadas, no lamentadas y no reparadas, puede ‘narcotizar’ la conciencia, puede atrofiarla hasta grados extremos, llegando a hacerla callar ante extremos de pecado. Entretanto, Dios, en su misericordia infinita, de tanto en tanto despierta a esa dama dormida, y hace que musite en el corazón la palabra de advertencia, que puede ser tabla de salvación.
Sin embargo, la meta es que conservemos en el alma, límpida y fuerte, la pura voz de la conciencia.
¿Cómo se protege la buena conciencia? Desde la infancia, pero también en la edad adulta, el hombre debe cultivar la distinción entre bien y mal ya presente en su alma, la diferencia entre lo bueno y lo malo en el obrar, y en sus diversos grados. Y debe buscar actuar en consecuencia, es decir, haciendo el bien y evitando el mal.
Asimismo el hombre debe cultivar con tesón la sinceridad: «Es preciso, ante todo, conocerse tal y como se es en realidad y aceptar con lealtad el testimonio de la propia conciencia, que nos advierte inexorablemente nuestros fallos y defectos», dice el P. Antonio Royo Marín en su Teología Moral para Seglares. Igualmente, debe procurar tener una cultura moral suficiente, fruto del estudio de sus deberes. Y como medios sobrenaturales -más importantes que los anteriores- , el hombre en la oración debe pedir a Dios que siempre haga oír su voz en nuestros corazones, debe luchar para que la práctica de la virtud lo haga connatural con la rectitud del juicio de la conciencia, y debe buscar la voz de Dios en los labios de un buen confesor. Confesión frecuente, buen uso de un sacramento maravilloso.
¿Y cuál es el premio de tanto esfuerzo en formar y en seguir la voz de la conciencia? Ah… el premio es nada más ni nada menos que la fina dama llamada Paz, esa paz tan buscada, tan mencionada, tan invocada, tan necesaria, pero tan poco hallada. Esa paz que ya prefigura y nos hace pre-degustar aquí en la tierra las delicias de la convivencia con Dios por toda la eternidad.
En fin, esa es la meta: una conciencia bien educada, formada y atendida; conciencia que un grande como Plinio Corrêa de Oliveira comparaba con algo tan modesto y a la vez tan querido por todos: no existe -decía él- una almohada más mullida ni que favorezca más el reposo, que una conciencia en paz…
Por Saúl Castiblanco
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