Redacción (Lunes, 11/07/2011, Gaudium Press) La entrada de Pablo a la comunidad cristiana impulsó el carácter universal de la Iglesia. Investido de un especial carisma para llevar la buena nueva del Evangelio a las naciones paganas, amplió los límites de la Iglesia, como él mismo testifica: «Vieron que la evangelización de los incircuncisos me era confiada, como la de los circuncisos a Pedro (porque aquel cuja acción hizo de Pedro el apóstol de los circuncisos, hizo también de mí el de los paganos)» (Gl 2, 7-8).
El Espíritu Santo fue inspirando, de esta forma, los mártires y las vírgenes, los monjes y los misioneros, los doctores y confesores de la fe. En el siglo tercero apareció el monacato, con San Antonio Abad y San Basilio. En el siglo quinto el Espíritu Santo suscitó al gran San Agustín. Más tarde, el patriarca San Benito dio origen a uno de los mayores movimientos de espiritualidad surgidos en la era cristiana, verdadero soplo de renovación que alcanzó el occidente.
Lo esencial de la obra de Benito de Núrsia consistió en fermentar una sociedad dividida por revoluciones, crisis y guerras, transformándola, de a poco, en la era «en la que la filosofía del Evangelio gobernó los Estados». «En el gran eclipse de la civilización antigua que sobrevino en el tiempo de las invasiones [bárbaras], solo permaneció otra luz, exceptuando el floreciente imperio visigótico: aquella que tuvo que refugiarse en la brillante constelación de monasterios esparcidos por Francia y los países septentrionales, especialmente en la remota Irlanda. Los monjes fueron los transmisores del saber antiguo para los siglos futuros».
En el siglo sexto el monacato se enriqueció, con San Gregorio Magno, de un carácter misionero, incorporando los pueblos germánicos a la Iglesia y estableciendo las bases de la Europa cristiana. Así se expresa Colombás (1998, p. 362):
Los antiguos monasterios, e incluso los solitarios independientes, desarrollaron, por la propia fuerza de las cosas, una amplia actividad apostólica, en lo común de los casos no sacramental ni ministerial, sino puramente espiritual. Esto es, los monjes actuaron no en calidad de clérigos, sino de «hombres de Dios». Su acción emanaba de su espiritualidad. Los impulsaba la necesidad de las almas, cuando no la voluntad de los obispos.
En el siglo noveno los monjes Cirilo y Metódio llevaron la palabra evangélica al mundo eslavo, y en el siglo décimo la reforma monástica de Cluny, iniciada por el abad San Bernon y continuada con éxito por sus cuatro sucesores, entre los cuales se destaca Santo Odilon, dio origen al movimiento devocional y renovador que configuró definitivamente la idea de Europa y de cuyo dinamismo brotó, en el siglo XI, San Gregorio VII y la denominada reforma gregoriana.
La verdadera ventaja de Cluny viene, por tanto, de haber tenido a la cabeza, sobre todo en los primeros cien años, hombres excepcionales por su temple, cultura, organización y capacidad política y, sobre todo, dotados de un carisma espiritual arrebatador.
Se puede decir que el esplendor de esta época, se debió, en gran parte, a la influencia de la acción benéfica surgida de los claustros. Los grandes vuelos del orden temporal tuvieron su raíz en estos movimientos soplados por la gracia en el seno de la Iglesia, ya que la misión de éstos no se limitaba solo al empeño por la santificación de sus miembros, sino se extendía al resto de la sociedad, visando su sacralización.
No es posible cerrar los ojos a la acción benéfica que ejercen [los monjes] universalmente no solo en los monasterios de todo el Occidente, sino en las cortes de los reyes y los papas, en los palacios de los obispos y los castillos de los nobles. Ellos ponen en todas partes la levadura evangélica, que, tarde o temprano, fermenta y produce frutos de santidad, de espiritualidad, de reforma de las costumbres (LLORCA et at. 2003, p. 243).
Por Mons. João S. Clá Dias, EP
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