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El sacerdote es modelo para los fieles

Redacción (Viernes, 15-07-2011, Gaudium Press) Siendo visto por los fieles como alguien escogido por Dios para guiarlos, el ministro ordenado debe ser siempre ejemplo ilustre de virtud, como recomienda el Apóstol a su discípulo Tito: «Muéstrate en todo modelo de buen comportamiento: por la integridad en la doctrina, gravedad, lenguaje sano e irreprensible, para que el adversario sea confundido, no teniendo que decir de nosotros mal alguno» (Tt 2, 7-8).

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«Una conducta irreprensible, dando testimonio de la belleza de la Iglesia y la veracidad del mensaje evangélico…»

En efecto, una conducta irreprensible, inflamada de caridad, dando testimonio de la belleza de la Iglesia y la veracidad del mensaje evangélico, hablará mucho más profunda y eficazmente a las almas que el más lógico y elocuente de los discursos: «El ornato del maestro es la vida virtuosa del discípulo, como la salud del enfermo redunda en alabanza del médico. […] Si presentamos nuestras buenas obras, será alabada la doctrina de Cristo».[1]

A veces, se interpreta la obligación de dar ejemplo, de ser modelo, en un sentido minimalista: el de apenas cumplir más o menos los propios deberes, al mismo nivel que todos los otros. Y así, por el criterio de la medianía, se busca contentar a la propia consciencia. Ahora, quien es llamado a servir de ejemplo para los otros no se debe comparar con los que le son iguales, sino con aquellos que alcanzaron el más alto grado de perfección. Cristo, sí, es el verdadero modelo de ministro consagrado. Es con Él que el sacerdote debe configurarse, no solo por el carácter sacramental, sino también por la imitación de sus perfecciones, de forma que en él los fieles puedan ver otro Cristo. Solo así estos se sentirán atraídos por el buen ejemplo de su pastor y guía.

Dada la naturaleza social del hombre, la buena reputación derivada de la práctica de la virtud lleva a los otros a la imitación. Así, cuanto más semejanza con Cristo encuentran los fieles en los ministros de Dios, tanto más fácilmente se dejarán guiar por ellos. Y, por tanto, más eficaz será su ministerio, conforme comenta Santo Tomás:

Ahora, esta estima a los prelados de la Iglesia es necesaria para la salvación de los fieles; si éstos no los reconocen como ministros de Cristo, no les obedecerán como a Cristo, según se lee en la epístola a los Gálatas (4, 14): «Me recibisteis como un Ángel de Dios, como al propio Cristo Jesús». Aún más, si no os reconocen como dispensadores, se negarán a recibir de ellos los dones, contrariamente a lo que dice el mismo Apóstol: «Lo que yo di, si alguna cosa di, fue por amor a vosotros, en la persona de Cristo» (2 Cor 2, 10).[2]

Esta estima por los sacerdotes, tan importante para la plena eficacia de su ministerio, depende también de la veneración que los fieles tengan por el sacerdocio como tal. San Francisco de Asís, por ejemplo, que nunca quiso recibir la ordenación presbiteral, por considerarla una dignidad excesiva para sí, tenía por el sacerdocio tal respeto que llegaba a besar el lugar por donde pasaba un sacerdote.

Por Mons. João Clá Dias, EP

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[1] Super Tit. cap. 2, lec. 2.
[2] Super II Cor. cap. IV. lec. 1.

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