Redacción (Jueves, 04-08-2011, Gaudium Press) Una mirada atenta sobre la Historia certifica que incluso las civilizaciones de la antigüedad cultivaban el vestuario no solo como mera necesidad de cubrir el cuerpo de las intemperies. Las vestimentas expresan algo de la propia auto-concepción que un individuo tiene de sí mismo. El traje es un lenguaje no verbal por el cual el hombre sociable presenta a los demás algo de su mentalidad.
Enseña la Sagrada Escritura que Dios fue el primer sastre de la Historia confeccionando ropas para Adán y Eva a partir del momento en que comenzaron a darse cuenta de su desnudez. Después de la caída original, estaban ellos despojados de todos los dones sobrenaturales, porque era el esplendor de la gracia que les cubría los cuerpos y los adornaba con una apariencia casi angelical.
A fin de sanar algo de esta nostalgia paradisíaca, la humanidad expulsada del Edén siempre buscó vestirse con belleza. En la antigüedad, sedas, púrpuras y raros tejidos eran considerados verdaderos tesoros propios a la vida esplendorosa de las cortes. El pueblo, con no menor talento, reproducía con encantadora simplicidad la excelencia del vestuario palaciego.
Por diversas razones históricas se ve que después de la Edad Media, el vestuario humano siguió un proceso de transformaciones desconocido hasta entonces: la moda.
Sería anacrónico denominar la «moda» de aquellos tiempos con el sentido propio dado a la palabra en la actualidad. En nuestro tiempo la moda se caracteriza por la sensualidad, visa manifestar la mera corporeidad. Así ciertas vestimentas actuales parecen manifestar una visión incompleta del hombre confiriendo un papel insignificante a aquello que nos distingue de los animales: el raciocinio y el espíritu.
Diametralmente opuesta a la actual tergiversación del vestuario, además del pudor los hombres de los tiempos de antes cultivaban dos imprescindibles atributos de la moda: originalidad y elegancia. Distinción sin extravagancia, novedad sin apelación, son éstas las características esenciales de una verdadera moda, la cual visa manifestar el esplendor moral del hombre.
Esta concepción de moda generó un verdadero arte de vestirse. La Francia de los siglos XVII y XVIII y sus ecos posteriores legaron al mundo un magnífico testimonio de la más elevada noción de vestuario. Las castas y amables damas se vestían como hadas de luz. Los gentiles-hombres usaban tejidos todavía más esplendorosos que las mujeres siempre cortados con gracia y primor. Estas vestimentas expresan la voluntad de agradar a través de la gentileza, el buen gusto y la distinción.
La moda del Antiguo Régimen alcanzó tal esplendor que el dominio francés sobre el mundo entonces civilizado no se daba a través de las armas o los tratados comerciales, sino a través de la hegemonía de la cultura francesa. La manera de vestirse era la prueba de este triunfo. El ciudadano que se juzgaba pulido vivía a la ‘française’.
En diversas ocasiones el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira resaltaba a sus discípulos más jóvenes algunos aspectos de esta época en la cual el traje viril alcanzó su máximo esplendor. Encajes magníficos, sacos y sombreros esplendorosos, terciopelos y sedas de coloración encantadora, encajes y pelucas empolvadas, hacían del distinto y varonil vestuario masculino, una verdadera moda del paraíso.
Por Marcos Eduardo Melo dos Santos
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