Redacción (Jueves, 11-09-2011, Gaudium Press) Era una tarde caliente de verano. Después de un delicioso y abundante almuerzo de domingo, mientras algunos se dirigían a sus habitaciones para la tan reconfortante siesta, decidimos rezar el Rosario en el amplio jardín de nuestra sede localizada en la sierra de la Cantareira (afueras de San Pablo, Brasil).
Entretanto, en aquella tarde, la naturaleza entera parecía querer también cumplir el precepto del descanso dominical. Ningún canto de pájaro, ni incluso el más leve movimiento de las hojas de los árboles se hacía sentir.
Solamente el astro rey, con más ira que bondad, es quien insistía en mostrar todo el esplendor de su majestad. Parecía querer a todo costo, despertar aquella naturaleza envuelta en el letargo vespertino.
Como el clima se hacía poco propicio para las largas caminatas, decidimos parar en la sombra de un frondoso árbol desde donde se podía contemplar un vasto panorama. Todo aquel ambiente nos invitaba a la oración y la meditación. Sin embargo, apenas habíamos recitado las primeras Ave-Marías del Rosario, cuando un zumbido como de una flecha volando por entre los árboles nos desvió la atención.
Al levantar los ojos, vimos un pequeño pájaro, ágil como un pensamiento, que cortaba el aire con maniobras inesperadas, diseñando lindas coreografías en aquel inmenso cielo azul. Sus alas, de tan rápidas, se tornaban casi invisibles. Tal era su belleza que, en nuestra opinión, esta ave parecía haber huido por alguna brecha de la puerta del paraíso para venir a habitar en nuestro medio.
De repente, de forma encantadora y vivaz, pareciendo percibir nuestra admiración, posó en una fina rama de árbol y se dejó contemplar… Luego percibimos que se trataba de un colibrí, una verdadera piedra preciosa revestida de alas.
Justo en aquel instante los rayos del sol incidieron sobre él y, al más leve movimiento, sus plumas iban cambiando de tonalidad, recorriendo los variados colores del arcoíris. Ahora se presentaban de un verde esmeralda que extasiaba. Ahora, de su elegante cuello, relucía un azul tan brillante como un topacio. Poco después, de las extremidades de su pequeña cola se podía contemplar un rojo rutilante como un rubí…
Sin embargo, como mucho le cuesta la inmovilidad, en seguida abandonó la tenue rama en que posaba y voló rápidamente en dirección a algunas flores silvestres. Ciertamente atraído por la belleza de sus colores, así como por el agradable perfume que de ellas exhalaba.
Después de esta demostración de agilidad y esplendor, el colibrí se dispuso ahora a presentar su talento de «ave de salón». Aquel pájaro, como si estuviese en un baile de la corte de algún majestuoso rey, comenzó a repetir innúmeras veces un «ceremonial» que consistía en acercarse suavemente a cada una de las flores «saludándolas».
Paraba rápidamente delante de ellas, emitiendo un suave sonido de la forma en que alguien susurra una confidencia, y en seguida, con su afilado pico, iba besando una por una. Las flores, rendidas de admiración por quien les superaba en brillo y color, se dejaban besar. Estas mismas flores retribuían la gentileza proporcionándole su suave y delicioso néctar. Y el colibrí, sin darse por vencido en materia de delicadeza y buen trato, se despedía volando hacia atrás, sin dar la espalda a la bella y perfumada flor que acababa de besar.
En este instante, nos vino a la mente el sermón pronunciado por el Mons. João Clà, fundador de los Heraldos del Evangelio, en la mañana de aquel domingo: «Dios enriqueció todo el universo con una inmensa y armoniosa diversidad de seres y que el mejor modo de conocer la belleza del Creador es admirar la Pulchritude (Belleza) del universo por Él creado».
De esta forma, aplicando tales palabras a la escena que acabábamos de contemplar, bien podríamos decir que aquella graciosa ave fue creada por Dios para admirar el bello colorido de la creación y, como «el amor torna el amante semejante al amado», no sería osado afirmar que el colibrí de tanto amar las flores, se transformó en una rosa alada…
El deseo de relacionarse…
Se veía también en aquel pequeño animal, un deseo inmenso de relacionarse, de entrar en contacto. Y, si por absurdo, aquellas flores pudiesen padecer de esta «enfermedad moderna» llamada soledad, allí estaría el colibrí, cual embajador de Dios junto a las solitarias flores del bosque, para «susurrar en su oído» que el Dios Creador de todas las cosas es quien les había dado el perfume, el color y la elegancia; y que Él no olvida ni incluso a la menor de las plantas silvestres, sino que las ama y las sustenta.
También, si grande es el deseo del colibrí de encontrar la flor, infinitamente mayor es el deseo de Dios de entrar en contacto con nosotros. Él se hizo hombre como nosotros y vino a habitar en nuestro medio. Un día, sus labios divinos pronunciaron estas palabras: «Mi alegría es estar junto a los hijos de los hombres». Siendo así, nuestra alma debería estar también repleta de esta misma alegría de convivir, de estar junto a Dios que también se hace visible a través de sus criaturas.
Nuestra Señora de las Lajas |
¿No fue el propio Dios, que en el jardín de la creación contempló una flor e hizo de ella su obra prima? ¿Esta flor llamada María, la Rosa Mística, que en su vida exhaló el más suave olor de santidad, y que un día el Verbo Eterno se hizo pequeñito para estar en los brazos de esta Rosa, y dirigir a ella su primera mirada y su primer beso?
Contemplar las realidades de la creación es vivir en oración…
Cuando todavía estábamos absortos en estas consideraciones, la campana de la capilla tocó invitándonos a la oración. Entretanto, aquel pequeño visitante, asustado con este timbre que le era desconocido, voló lejos, donde nuestros ojos no lo podían contemplar más. Ahora, poco tiempo restaba para hacernos a nosotros mismos una última indagación.
¿Será que no perdemos tiempo en analizar esta ave junto a la flor? ¿No habría sido mejor haber cumplido primeramente el propósito de rezar el Rosario? ¿Por qué no aprovechamos este tiempo para «hacer las cosas prácticas» de que el hombre moderno tanto se ufana?
En cuanto a la conclusión, esta se inclinó hacia la negativa, pues según el Catecismo de la Iglesia Católica: «es sobre todo a partir de las realidades de la creación que se vive la oración» (CIC 2569). Conviene recordar también la bella frase de Santa Teresa del Niño Jesús: «para mí, la oración es un impulso del corazón, es una simple mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y amor en medio de la prueba o en medio de la alegría».
En fin, alguien podría objetar que estos comentarios nada poseen de «científico» y que carecen de mayores conocimientos de zoología y botánica. Esto es verdad, sin embargo, el hombre no fue creado para ver la naturaleza como si ella fuese solamente un inmenso aglomerado de fenómenos físicos o de reacciones químicas, sino, para buscar las impresiones digitales de Dios en el universo y hacer de estas impresiones una oración «a Quien hizo el cielo y la tierra».
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Ahora, ya en la capilla delante del Santísimo Sacramento al rezar el Santo Rosario, todavía estábamos inundados de una alegría interior, pues aquella «oración» junto a la flor y el colibrí, nos aseguró que «la soledad es una ilusión», pues Dios siempre está con nosotros y que la naturaleza nada más es que un gran libro que nos remite a lo sobrenatural. Entretanto, es necesario que se sepa leerlo.
Y si por ventura los cielos de Judea fuesen también habitados por estas encantadoras aves, quizá, el Poeta Divino después de haber contemplado los lirios del campo, bien podría haber dicho: «mirad os colibríes que vuelan en el cielo, ellos no tejen ni hilan, entretanto yo os digo, ni Salomón con toda su pompa se vistió tan bien…»
Por Inácio Almeida
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