Redacción (Sábado, 27-08-2011, Gaudium Press) ¡Admiración!: El propio término ya trae una ‘luz’, una ‘fuerza’ especial que trasciende incluso su propio significado. Vayamos a éste para después intentar subir.
Nos dice la Real Academia Española que admirar es «ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo que llaman la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias». De hecho, esta anterior definición parecería desligar elementos que comúnmente van unidos. Lo que es verdaderamente extraordinario de por sí suscita la estima y el agrado especial, ese ‘ad-mirar’ con encanto y genuino aprecio todo aquello que tiene algo de superior.
Entretanto, pensamos realmente que la definición dada por la ya casi tres veces centenaria Institución española no es redundante, pues muchas veces hay cosas extraordinarias que no son causa de admiración. En este caso, si por sí mismo lo extraordinario debería mover a la ‘miración’ entusiasmada, el problema no está en el objeto admirable sino en la persona que no admiró.
Foto: ‘Dullhunk’ |
Por ello, y por ser una vía para llegar a Dios, los espiritualistas de todos los tiempos convocaron a los hombres a la admiración, que fundamentalmente termina siendo un acto de amor a Dios en las perfecciones creadas reflejantes de su Ser divino.
Por ejemplo, en nuestros días -en palabras que no podemos calificar sino como sublimes- Mons. Juan Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio, decía que la «admiración nos hace subir, aunque las dificultades sean muy grandes». «La admiración -continuaba él, en una homilía de noviembre del 2007- es el mejor antídoto contra la mala tristeza. La admiración nos hace merecer una mirada de Nuestro Señor. Nada atrae más a Dios que un alma admirativa. La admiración abre el alma para la fe. La admiración nos lleva a una actitud de servicio. A partir de una buena admiración se recibe más de lo que se da. Quien vive ávido por el lucro tiene su admiración disminuida, gastada, enteramente evaporada. En fin, ¡la admiración produce resultados extraordinarios!».
Sin temor a equivocarnos, diríamos que la admiración tiene algo ya de místico o pre-místico. La definición de la Real academia lo insinúa cuando habla de contemplación, pues sabemos -según la teología católica- que si el constitutivo esencial de la vida mística es la acción de los dones del Espíritu Santo en el alma, esta actuación comúnmente va acompañada de una ‘experiencia’ de Dios contemplativa, sensible.
¡Ah, cómo es linda la vida, cómo es agradable, cómo los sufrimientos son llevaderos cuando se está habituado a la admiración, a la contemplación!
Hasta una hormiguita nos encanta y nos anima. ¡Qué cosa más simple puede existir que una hormiga; que cosa maravillosa también puede ser una hormiga! Su ‘humildad’ en el trabajo esforzado y sin ‘rezongos’; su ‘capacidad organizativa’ y su ‘facilidad de asocio’ para contribuir al bien común de todo el conjunto; su agilidad que no pierde tiempo en ‘disquisiciones’ inútiles a la hora de acometer una empresa; su trabajadora ‘previsión’ de las escaseces futuras, que inspiró a todo un La Fontaine una de sus más conocidas fábulas.
Y si eso podemos decir de algo tan sencillo como una hormiguita, qué diremos de un coloso como San Luis Rey de Francia, cuya fiesta conmemoró la Iglesia el pasado 25 de agosto. Ya desde chico era un ángel de luz, obediente, piadoso a ejemplo de su madre, caritativo y amante de los pobres: «Ellos son mis mercenarios; combaten por mí y mantienen el reino en paz» decía el Rey, de acuerdo al testimonio del cronista-senescal Joinville. Adolescente puro y sin mancha, esposo dedicado y ejemplar, guerrero valiente y magnánimo como ninguno, gobernante prudente y diligente.
Dulce Rey -a ejemplo del Cordero divino que dejaba que los niños se acercaran a Él- San Luis casi diariamente durante el periodo de adviento hacía que 13 pobres comieran en su mesa y de su mismo alimento. Y si entre ellos había alguno ciego, él mismo le acercaba la comida a la boca, después de retirar los huesos o escamas. Y entretanto, también, muy consciente de su dignidad real, y enérgico cuando el bien común lo exigía. Narra igualmente Joinville que estando en Tierra Santa, el Rey se enteró que el Maestre de los Templarios había contratado con el sultán de Damasco sin haber requerido la necesaria autorización real. Al saberlo, reunió Luis Santo su asamblea de nobles y dignatarios e hizo comparecer descalzos al culpable con todos sus monjes soldados y le dijo: «Arrodillaos, maestre, y ofreced una reparación a lo que habéis hecho contra mi voluntad.» Luego lo reprendió con severidad y anuló el contrato ilegal.
San Luis de la dulce y bella Francia… aún buena parte de Francia vive de tu recuerdo. Qué cosa maravillosa admirar a San Luis, de esa admiración puede nacer una nación.
Y así podemos seguir con las cuasi-infinitas cosas que Dios puso al alcance de nuestra admiracion. Admirar: una gran vía hacia el cielo, un excelente escudo contra muchos males, un poderosísimo aliciente para las batallas de esta vida.
Con el favor de Dios y la Virgen, continuaremos sobre esta temática en próximas ocasiones.
Por Saúl Castiblanco
Deje su Comentario