Redacción (Domingo, 04-08-2011, Gaudium Press) ¿Qué es la inocencia? Digamos primero que tal vocablo, aún en nuestros sórdidos días, conserva su encanto, su atracción, su misterio, su ‘magia’.
En el sentir común, inocencia es el estado del alma que conserva las características de quien no ha pecado, de quien no se ha manchado.
Inocente es el infante que aún en sus tiernos años pregunta a su madre como es la cigüeña que trajo a su hermanito de París.
Inocente fue Santo Tomás de Aquino.
Narra la historia que la madre de la Luz de la teología, una altiva condesa no muy contenta con los planes de vida religiosa de su hijo, lo encerró en la torre de uno de sus castillos. Una noche, mientras permanecía allí recluido, mentes perversas le llevaron una mujer para hacerlo pecar. En un acto de decisión y valentía, celoso de su eximia pureza, Santo Tomás cogió un tizón en brasa y ahuyentó a la descaminada. Y sigue hablándonos la historia, para decirnos que poco después bajaron unos espíritus puros y ciñeron al Santo con un cordón incandescente, señal de su victoria y garantía de que no sufriría en vida tentaciones contra la virtud angélica. En la Suma Teológica, en toda su vida y en toda su obra, refulge por siempre la inocencia de Santo Tomás.
La inocencia es también sinónimo de felicidad, como aquella que viviremos cuando con la ayuda de Dios y la Virgen arribemos a la gloria eterna.
Al ser preguntado Jesús sobre quién era el más grande en el reino de los cielos, el Salvador no quiso referir a los diversos grados de gloria que allí existen, sino que quiso resaltar lo que era necesario para solo entrar: hacerse como niño. Dice San Jerónimo, hablando de ese pasaje en su ‘Comentario al Evangelio de Mateo’, que factiblemente quiso Cristo referirse a la inocencia propia a la edad del niño que estaba colocando como ejemplo.
Es fácil perder la inocencia, particularmente en este mundo donde el lodo repugnante del pecado campea como señor por doquier. ¿Qué hacer entonces, quien quiera recuperar la inocencia?
Dice Mons. João Clá Dias, EP que «el sentido de lo maravilloso puede regenerar al hombre» (https://es.gaudiumpress.org/view/show/26756-el-sentido-de-lo-maravilloso-puede-regenerar-al-hombre), es decir puede restaurarle la inocencia. Sentido de lo maravilloso es adquirir el hábito de contemplar admirativamente las cosas bellas que existen en este universo.
«Bosques, campiñas, montañas, las variaciones del cielo diurno y nocturno, las auroras y los ocasos, el mar majestuoso… son remedios naturales puestos por Dios a nuestra disposición. Pero no son los únicos; también las obras humanas, las nietas de Dios, según expresión de Dante», dice Monseñor.
El hombre contemplando maravillas, puede «discernir en las cosas aquello que ellas tienen de bello, bueno y verdadero, o su ausencia, y con esto poder dirigirse a lo esencial: Dios». Y al colocarse en ‘contacto’ con Dios a través de la contemplación admirativa, se va purificando, se va limpiando, se va restaurando.
No es necesario ni siquiera estar en el lugar maravilloso. Una foto puede sernos ocasión de este ejercicio admirativo-restaurativo.
Veamos por ejemplo la toma adjunta de un atardecer en Venecia. Las siluetas elegantes del león de San Marcos sobre un pedestal, de la torre del reloj a lo lejos y la cúpula de la gran basílica del discípulo de Pedro, de las elegantes columnas de faroles de tres brazos, cuya luz ya compite armoniosamente con la natural en el suave ocaso, conforman un ambiente que fácilmente favorece la contemplación de la belleza. Belleza del atardecer, belleza del mar creado por Dios, belleza de bellos monumentos creados por el hombre.
Y si en un viaje virtual de ensueño seguimos recorriendo la ciudad de fábula, nos podemos topar con uno de tantos ‘gondolieri’ que terminando la faena del día va llevando a su último paseante rumbo a la morada de reposo; gondoliere cansado pero no extenuado, no ‘stressado’, pues durante la jornada ha practicado el ejercicio de la contemplación-admirativa a lo largo y a lo ancho de sus rutas. Caída la noche él sigue remando, pero el agua no es su enemiga sino su aliada, y allí prefiere observar las luces reflejadas, cuales signos metafísicos que le guían en su caminar.
Pero si antes de llegar al hogar, con la ayuda del gondoliere y la complicidad del sacristán, logramos colarnos furtivamente al interior de la Basílica de San Marcos, tal vez podamos percibir los ecos lejanos y cercanos de los miles y miles de voces que allí han suplicado, han pedido perdón, han realizado acción de gracias; tal vez podamos -mientras contemplamos extasiados las arcadas con hieráticos mosaicos de inspiración oriental- agradecer a Dios por las maravillas vistas en el día, pedirle un sueño santo y reparador, e implorarle… sí, la restauración de la inocencia.
Y allí podríamos rezar: «Oh Señor que creasteis los bellos atardeceres y el mar, que permitisteis al hombre construir maravillas como las que he podido contemplar hoy, dadme un espíritu de niño que con esas maravillas se encanta, se eleva, se contenta, encuentra su alegría. Pero dadme eso y más Señor; dadme esa sensación íntima de experimentar que todo lo que es maravilla no es sino una leve manifestación de tu Ser divino; y que así como el niño se encanta con la maravilla por el mero hecho de ser ella maravilla, no permitáis que yo quiera apropiarme de la maravilla para mi fruición egoísta, sino que en las maravillas solo te vea a Vos, para que, de maravilla en maravilla, e insaciable de maravillas, termine por hallaros en la maravilla celestial, donde vos seréis mi saciante Maravilla, mi recompensa maravillosa, demasiadamente y maravillosamente Grande…»
Por Saúl Castiblanco
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