Bogotá (Lunes, 19-09-2011, Gaudium Press) Cualquier estudio o investigación musical, pasa inevitablemente por la vida de dos monjes benedictinos medievales, ambos de noble origen: Pablo el Diácono, de los tiempos de Carlomagno que le compuso un himno en latín a San Juan Bautista; y Guido de Arezzo que con las primeras sílabas de cada renglón de aquel himno, elaboró la escala musical y una forma incipiente del actual pentagrama, poco más de 200 años después. Sin el impulso inicial de ellos dos, ni Mozart ni cualquier compositor moderno sabrían cómo elaborar una partitura.
Lo que -según algunos arqueólogos- pudieron haber hecho en la antigüedad pagana músicos babilonios, egipcios o griegos, no pasa de primitivas anotaciones al margen de un texto, para indicar una cierta melodía que cuando más, nos deja claro que la música de aquello remotos tiempos era de una monotonía deprimente. Ni hablar de lo que se ha descubierto en China, Japón y la India antiguos y que todavía hoy mantiene una cansona reposición si se le compara con la música occidental.
San Agustín -probablemente en un de sus mejores raptos de entusiasmos místicos, dijo y dejó escrito que el que ora cantando, ora dos veces. Sin embargo no llegó a imaginar la sublimidad del gregoriano ni la música barroca y las sinfonías posteriores. Tampoco sospechó siquiera, que el estudio de la notación musical aguzaría la creatividad y el ingenio, hasta dar la variedad de instrumentos musicales cada uno con su propia partitura, que la civilización occidental y cristiana le ha aportado al mundo contemporáneo.
Para muchos hoy día esos cinco renglones con sus anotaciones, claves, pausas, alteraciones, silencios, etc., no pasaría de ser un galimatías, si no fuera por la institucionalización de un estudio continuo y aplicado, que nació en las academias musicales de las capitales de una Europa profundamente cristianizada e imbuida de valores que solamente a través de la música se puede expresar. Actualmente hasta un niño medianamente instruido es capaz de leer una partitura y -con cierto talento- interpretar algo con un instrumento musical o con su propia voz.
El proceso fue simple y bellísimo: Hombres y mujeres perseguidos, en la oscuridad de las catacumbas oran en un canto llano y monódico, profundamente sentido, la pasión, muerte y resurrección de nuestro Redentor. Tres siglos después un papa santo, de noble estirpe patricia romana, resuelve compilar mejoradas esas oraciones cantadas que dan el gregoriano para perpetuar su nombre. Y finalmente el benedictino Guido de Arezzo hace las marcas, elabora un tetragrama y destila las notas musicales leyendo un poema de otro benedictino al precursor de Jesús. ¿Quién se atrevería a negar que gotas de la sangre de nuestro Redentor cayeron en el imaginado pentagrama musical de Arezzo y se transformaron en notas musicales?
Por Antonio Borda
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