Redacción (Viernes, 30-09-2011, Gaudium Press) Desde la Antigua Ley, la persona del sacerdote es cercada de una dignidad que requiere vida ejemplar. Así, en el Libro del Levítico, encontramos un doble apelo a la santidad. De un lado, al mandato de Dios, Moisés exhorta el pueblo de Israel a buscar la perfección: «Habla a toda la comunidad de los israelíes y les dice: Sed santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 1). Pero a los sacerdotes la santidad es exigida con más razón, porque son ellos quienes ofrecen los sacrificios, haciendo el papel de intermediarios entre Dios y el pueblo. Presentarse manchado por el pecado delante del Altísimo, para ejercer el munus sacerdotal, sería una afrenta al Creador. «Los sacerdotes […] serán santos para su Dios y no profanarán su nombre, porque ofrecen al Señor los sacrificios consumidos por el fuego, el pan de su Dios. Serán santos» (Lv 21, 5-6).
«Los sacerdotes […] serán santos para su Dios y no profanarán su nombre» |
Y dado que el Antiguo Testamento es figura del Nuevo, se comprende la necesidad de que, en la Nueva Alianza, la santidad alcance un grado mucho mayor. Esto trasparece de la teología tomista, la cual nos presenta al ministro ordenado como habiendo sido elevado a una dignidad regia, en medio de los otros fieles de Cristo, pues lo representa y, en diversas ocasiones, actúa «in persona Christi». Imposible, por tanto, imaginarse título superior. Y como él es llamado a ser mediador entre Dios y los hombres, además de guía de estos para las cosas divinas, debe necesariamente serles superior en santidad, aunque todos los bautizados sean también llamados a la perfección.
San Alfonso de Ligorio, en su obra «Selva de materias predicables», fundamentándose en la autoridad de Santo Tomás, esboza la figura del sacerdote como aquel que, por su ministerio, supera en dignidad a los propios Ángeles, y por eso está obligado a una mayor santidad, dado su poder sobre el Cuerpo de Cristo. De donde, concluye el fundador de los Redentoristas, la necesidad de una dedicación integral del sacerdote a la gloria de Dios, de tal suerte que brille a los ojos del Señor en razón de su buena consciencia y a los ojos del pueblo por su buena reputación. [1]
Sobre eso también, recuerda la doctrina tomista la necesidad de que los ministros del Señor tengan una vida santa: «In omnibus ordinibus requiritur sanctitas vitæ». [2] Deben, por tanto, sobre todo ellos, ser lo más posible semejantes al propio Dios: «Sed perfectos así como vuestro Padre Celeste es perfecto» (Mt 5, 48). Y continúa:
Dice Dionisio: «Así como las más sutiles y puras esencias, penetradas por el influjo de los esplendores solares, derraman sobre los otros cuerpos, a semejanza del Sol, su luz supereminente, así también, en todo ministerio divino, nadie pretenda ser guía de los otros sin ser, en toda su manera de comportarse, muy semejante a Dios». […] Por eso, la santidad de vida es requerida en el Orden como necesidad de precepto. Pero no para la validez del sacramento». [3]
Son conocidas las invectivas de Nuestro Señor contra los escribas y fariseos. Lo que Jesús recriminaba a estos hombres, tan conocedores de la Ley, era justamente el hecho de no vivir aquello que enseñaban. Pretendiendo aparecer a los ojos de los otros como eximios cumplidores de los preceptos mosaicos, no tenían recta intención, ni verdadero amor a Dios. Sus ritos externos no eran acompañados por la compunción del corazón. Para que los sacerdotes de la Nueva Alianza no caigan en el mismo desvío, conviene recordar el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, donde Santo Tomás afirma: «Aquellos que se entregan a los ministerios divinos obtienen una dignidad regia y deben ser perfectos en la virtud, conforme se lee en el Pontifical». [4]
«Ya no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí» |
De ahí que en la homilía sugerida en el rito de ordenación presbiteral esté incluida esta emotiva exhortación:
Tomad consciencia de lo que hacéis, y pon en práctica lo que celebráis, de modo que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, os esforcéis por mortificar vuestro cuerpo, huyendo de los vicios, para vivir una vida nueva. [5]
La caridad de Cristo lo llevó a ofrecer la vida en holocausto en el patíbulo de la Cruz, por la redención de la humanidad. También aquellos que son llamados a ser mediadores entre Dios y los hombres, deben ejercer su ministerio por amor, como enseña el Aquinate:
Compete a los prelados de la Iglesia desear, en el gobierno de sus subalternos, servir solamente a Cristo, por cuyo amor apaciguan sus ovejas, como dice San Juan (21, 15): «Si me amas, apacigua mis ovejas». Les cabe también dispensar al pueblo las cosas divinas, conforme se lee en 1 Cor 9, 17: «Es una misión que me fue impuesta»; bajo este punto de vista, son mediadores entre Cristo y el pueblo. [6]
El sacerdote, por tanto, es llamado a un grado de santidad especial: «Por el Orden sagrado, el clérigo es consagrado a los ministerios más dignos que existen, en los cuales él sirve al Cristo en el Sacramento del altar, lo que exige una santidad interior mucho mayor de lo que la exigida en el estado religioso». [7]
También en el Concilio Vaticano II se advierte que los sacerdotes, «imitando las realidades con que lidian, lejos de ser impedidos por los cuidados, peligros y tribulaciones del apostolado, deben antes por ellos elevarse a una santidad más alta». [8] El ejercicio de su ‘munus’ sacerdotal será, pues, el mejor instrumento de santificación: «Crezcan en el amor de Dios y el prójimo con el ejercicio de su deber cotidiano». [9]
Para la santificación y eficacia del sacerdote, la gracia sacramental tiene un papel determinante, pues le da oportunidad de recibir auxilios sobrenaturales más intensos para cumplir su función de santificar las almas y, al mismo tiempo, unirse de forma más íntima a Cristo Sacerdote, no solo instrumentalmente, en consecuencia del carácter sacramental, sino configurándose a Cristo por la caridad, de modo a poder decir con San Pablo: «Ya no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gl 2, 20).
Por Mons. João Clá Dias
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[1] Cf. LIGÓRIO, Santo Afonso Maria de. A Selva. Porto: Fonseca, 1928, p. 6. O Autor remete aos seguintes pontos das obras de São Tomás: S Th III, q. 22, a. 1, ad 1; Super Heb. cap. 5, lec. 1; S Th II-II, q. 184, a. 8; S Th Supl. q. 36, a. 1.
[2] S Th Supl. q. 36, a. 1.
[3] Idem.
[4] IV Sent. d. 24, q. 2.
[5] Pontifical Romano. Rito de Ordenação de Diáconos, Presbíteros e Bispos, n. 123. São Paulo: Paulus, 2004.
[6] Super I Cor. cap. 4, lec. 1.
[7] S Th II-II, q. 184, a. 8., Resp.
[8] LG, n. 41.
[9] Idem.
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