Bogotá (Lunes, 03-10-2011, Gaudium Press) Al compuesto de correas, herrajes y fieltros que constituyen las piezas con que se apera a un caballo para poderlo montar, los entendidos acostumbran llamarlo arreos. Y las bridas para el manejo de la cabeza o la silla para poder cabalgarlo confortablemente, son los elementos más importantes.
Foto: Kristen Kovach |
Que se sepa hasta hoy día, nunca antes, desde que el caballo acompaña al hombre como su pedestal natural, se había conseguido idear tan práctica, variada e incluso elegante forma de cabalgar. La civilización del mundo Occidental creó sillas de montar para todos los oficios y estados de espíritu. Sillas para hombres y para mujeres, para niños e incluso para minusválidos. Sillas para la vaquería, para la alta escuela de equitación, para el combate o el rejoneo. Sillas para viajes largos, para desfiles, para paseo, para deportes.
Sillas de montar que son cómodas y seguras para practicar un ejercicio comprobadamente fuerte, que cansa mucho y para no mortificar tanto al animal. Pensando en el jinete y en la cabalgadura, el ingenio del artesano talabartero de una civilización que hizo de la caballería la más bella expresión de la hidalguía, terminó fabricando unos enseres funcionales e incluso bien bonitos cuando de monturas principescas se trataba, especialmente para aquellas solemnidades en que el gobernante desfilaba a caballo delante de su pueblo y una marcha militar de fondo acompañaba el paso de la cabalgadura: de hecho a caballo él estaba más próximo de la gente y convencía de su señorío.
Foto:Edos |
Guarnecidas a veces con herrajes de plata o de oro, forradas con suaves terciopelos de colores sobrios y distinguidos, las sillas de montar reflejaban también el estatus, el gusto y la capacidad económica del dueño. Tampoco se le iba colocando a un jumento sin brío cualquier tipo de silla fina y elegante. Ni a un corcel de monumental estampa y gracioso paso se le podía ensillar con algo que lo degradara o lo hiciera ver ridículo. En la baja edad media se conocía también las sillas de montar para eclesiásticos, que se revestían de cierta digna sobriedad.
Las hordas bárbaras y grasientas de las estepas asiáticas -a las que frecuentemente se les atribuye el invento de la silla de montar-, nunca se imaginaron que el rústico acolchonado de cuero burdo con estribos que ni conocían los romanos, se iba a transformar en algo comodísimo y elegante que hoy disfrutamos en el mundo entero, porque al contacto con la cultura cristiana lo atávico se renueva, y si no existe y la necesidad lo demanda, entonces se inventa. Y se inventa con una nota de revelación sobrenatural que también combina belleza y funcionalidad.
Por Antonio Borda
Deje su Comentario