Bogotá (Martes, 25-10-2011, Gaudium Press) El ajiaco es una sopa hispanoamericana ungida con las sales de un mestizaje cristiano que hoy nos tiene disfrutado un plato, especialmente el santafereño, capaz de competir con otros en los mejores restaurantes del mundo. Se cocina en México, Perú, Colombia y otros países que nacieron a la civilización cuando las costumbres y la historia de España se hicieron una sola con la de nuestros aborígenes.
Foto: Mortenjohs |
Y una sola cosa suculenta se hicieron también en la culinaria los ingredientes del tradicional ajiaco santafereño, que ha deleitado paladares exigentes de personalidades políticas y del mundo de la cultura cuando han visitado a Colombia. Su característico aroma ya preanuncia un sano placer que puede prepararnos para importantes y notables consideraciones, si no metafísicas, al menos de buen quilate cultural, pues esa espesa sopa amarilla y opaca donde flotan trozos de carne de pollo, papas criollas, mazorca de maíz y alcaparras mediterráneas, tiene un sabor especial y único pronto para seducir finos gourmets de una forma temperante y equilibrada, así se haya llegado a la mesa con mucho apetito.
Habitualmente las manos y la intuición de quienes preparan el ajiaco son la clave de que su sabor no se cambie por una simple sopa de papas. No bastó para las recetas culinarias -especialmente en el caso del ajiaco santafereño- seleccionar tres tipos de papas bien andinas que son en cierto modo la clave en su proceso de cocción. Hay que agregarle una humilde y silvestre yerba de los andes peruanos llamada guasca, que se considera una maleza pero que su aroma la hizo presentable en Europa y hoy día ya se da también allá.
Como la variedad de papas en nuestro altiplano y toda la cordillera andina es abundante, se exige una papa dura y resistente que no se deshaga en la cocción, otra que quede hecha sopa y una tercera, pequeña y amarilla que habitualmente se cocina con su delicado pellejo hasta dejarla muy blanda, y que acostumbramos llamarla criolla. Esta precisamente es la que le da el color y el sabor especial junto con la humilde guasca. A la agradable combinación de elementos autóctonos cocinados -entre los que va el trozo de mazorca de maíz tierna también cocido- se le añaden ya servido en el plato, los ácidos capullos de alcaparra traídos por los españoles, carne de pollo en trozos o en hilachas -ave que no conocían nuestros indios- y una cucharada de crema de leche de vaca espesa y que debe ser fresca, la cual también es un aporte de la vieja Europa. Marcados los respectivos tiempos de cocinado y reposo, tenemos listo un plato auténtico de nuestra América mestiza, truculento pero no pesado, que apareció en las mesas hispanoamericanas como inesperada consecuencia del afán misionero de incorporar más naciones al mandato espiritual de Cristo, y que por añadidura nos dejó un delicioso alimento para el cuerpo apto para aderezarnos también algunas explicitaciones del alma.
Por Antonio Borda
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