Redacción (Jueves, 27-10-2011, Gaudium Press) No hay ningún período de la historia de la Iglesia cuya importancia sobrepase a la de los primeros siglos de la era cristiana. Esa semilla de Cristiandad, que a pesar de perseguida y supliciada, fue impelida por una prodigiosa vitalidad.
Viendo la Iglesia naciente, nos viene a la mente la parábola evangélica del grano de mostaza, la menor de las semillas, pero que da vida a un árbol donde las aves del cielo se abrigan y en ella hacen sus nidos…
Pequeñito era este grano de mostaza. Entretanto, contenía en sí el Espíritu de Dios.
Pasados menos de dos siglos, con una rapidez que nos deja atónitos, la Iglesia se hizo presente en todas partes, lanzando raíces tan sólidas que ya nadie las podrá arrancar.
La Buena Nueva del Evangelio fue llevada a innúmeras tierras y germinó de modo prodigioso. Ya a mediados del siglo II, son incontables las pruebas de la penetración del cristianismo en todas las regiones y todos los ambientes del Imperio Romano.
Entretanto Jesucristo, el autor de tan grande maravilla, no escribió palabra alguna. A no ser una vez y sobre la arena. No fundó ninguna academia y nunca se preocupó en fijar sobre el papiro las doctrinas que pronunciaba. Jesús solo habló. ¡Y con qué arte, con qué poder! «Jamás hombre alguno habló como este hombre!… (Jn 7, 46).
Sin embargo, todavía no acabara el primer siglo y ya lo esencial de su vida y su mensaje existía en forma de libros, de libros que leeremos siempre. Y el siglo II no se acabará sin que surja una verdadera literatura cristiana, destinada a renovar las semillas del espíritu. Su fecundidad intelectual es admirable y sus efectos duran hasta hoy.
Con la muerte del último de los evangelistas termina el tiempo de la Escritura inspirada; comienza ahora una literatura propiamente dicha, hecha por hombres. Pero, como dijo Bossuet, por hombres «nutridos con el trigo de los electos, repletos de aquel espíritu primitivo que recibieron más de cerca y con más abundancia de la propia fuente». Hombres que fueron instruidos por el ejemplo de los apóstoles y que participaron directamente de la conquista del mundo por la cruz. Es al grupo de estos primeros escritores cristianos que damos el nombre de Padres de la Iglesia.
Por Inácio Almeida
(Mañana: El origen – Los Padre Apostólicos – La Lengua)
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