Bogotá (Martes, 01-11-2011, Gaudium Press) Nada más indispensable que la oración. Más que el aire y el alimento, pues es el alimento del alma. El que no ora está peor que el que no come: la muerte del alma será solo cuestión de tiempo. Es comúnmente a través de la oración que el ser humano recibe la gracia, las fuerzas para llevar virtuosamente la lucha de todos los días.
Entretanto, la experiencia común y fácilmente visible muestra que al hombre de nuestros días no le es fácil recoger sus sentidos y espíritu para entablar ese necesario diálogo con Dios. Las «ocupaciones», las «obligaciones», (mejor, las «agitaciones») etc., lo cierto es que aún teniendo tiempo disponible, lo que al hombre de hoy le es difícil es sosegar su espíritu para con calma y serenidad comenzar a pensar en las realidades divinas, y buscar entablar una conversación con su Hacedor.
Entonces, un primer ejercicio a realizar es buscar esos espacios a lo largo del día para sosegar el espíritu. Establecer un horario. Muy probablemente en esos instantes inquietarán a la mente las «mil cosas por hacer», pero, justamente, debemos tener claro la principal de esas «mil cosas» será buscar la disposición de ánimo para hablar con Dios. Y con el tiempo, el esfuerzo y el favor de Dios, se irá habituando el espíritu a esos espacios.
A grandes rasgos, la oración personal puede ser vocal, meditativa y contemplativa. Estos tres grandes tipos no son compartimientos enteramente separados, sino que pueden mezclarse dependiendo de cada temperamento y del nivel alcanzado por cada uno en su vida espiritual.
Por ejemplo, al momento de rezar el Rosario a la Virgen -sublime oración vocal-, es forzoso, para no imitar a los papagayos, ir meditando en las verdades de la fe que nos propone cada uno de los misterios. Por ej. la solemnidad juvenil y sacral del Niño Dios, enseñando con autoridad casta y firme a los avisados ancianos doctores de la Ley, y anteponiendo el cumplimiento de su deber divino de predicador incluso a los afectos purísimos de su Madre. O el dolor profundo, inenarrable, pero también serenísimo del Cordero sin mancha clavado en la Cruz, que tenía a la vez ojos de misericordia total hacia sus propios verdugos, y ojos contemplativos dirigidos hacia su Padre Eterno que ya abría sus brazos para recibir su alma divina. Etc.
Es decir, una oración meramente vocal, como la recitación del Rosario, ya debe estar impregnada de meditación. Entretanto, quien no encuentre con facilidad temas de meditación, aquel que fácilmente se distraiga, no debe intimidarse o desanimarse, que ningún proyecto comienza hecho, sino que todo hay que irlo construyendo…
Sin embargo, como vemos, la oración mucho se beneficia de la lectura espiritual, que nos da elementos para comunicarnos con el Creador. Es decir, el cristiano debe alimentar su oración con lectura de la biblia, o de una buena historia sagrada, o de vidas de santos, un buen catecismo, o libros de piedad preferiblemente escritos por santos, etc. ¿Que no tenemos el hábito de la lectura? Podemos también pedirlo a Dios en la oración. También se pueden recoger elementos de religión escuchando un buen programa radial o televisivo, aunque la lectura siempre prima, porque exige más el esfuerzo de la voluntad, y con ello se favorece la memorización, el recuerdo.
La meditación es el momento de la purificación de nuestro amor
Esas lecturas espirituales son por lo demás la ‘materia prima’ del segundo tipo de oración que es la meditación. La meditación es un recorrer alguna o algunas verdades de la fe con el entendimiento, pero excitando en la voluntad afectos amorosos hacia Dios. No es por tanto una simple lectura espiritual, sino que es algo a la manera de una lectura espiritual mental reflexionada, con espacios para re-pensar lo que se está considerando, pero sobre todo con momentos en que nuestro amor agradece al Creador por los múltiples dones y beneficios que nos ha dado y que constantemente nos dispensa.
¿Cómo no agradecer el infinito hecho de la Encarnación del Hijo del Hombre, que nos salvó, que sublimó la naturaleza humana hasta un culmen impensable por cualquier mente creada, que nos dio el ejemplo perfecto para imitar a todo momento, bajo cualquier aspecto? Cuanto amor debería suscitar en nuestras almas, la consideración meditativa de todo un Dios-hombre, nacido de una Inmaculada Virgen Madre. Y así con los múltiples temas de la religión cristiana.
La meditación, pues, debe ser sobre todo el momento del amor, de la purificación y direccionamiento de nuestros afectos rumbo al Creador. Esa es la clave de todo, pues es el amor el que nos eleva hasta el Infinito. Y Dios, que sí conoce la ley reciprocidad en el amor, no permanece impávido ante nuestros afectos, sino que nos responde el millón por uno.
La vida contemplativa
El amor a Dios atrae uno de sus principales dones, que es la capacidad de contemplación, el tercer tipo de oración, en el que nos adentramos ya en la experiencia llamada mística.
La contemplación -oración de los adelantados en los caminos de la santidad- «es una deliciosa admiración de la verdad resplandeciente», según afirma una obra que otrora se atribuyó a San Agustín. Es «una santa embriaguez que aparta al alma de la caducidad de las cosas temporales y que tiene por principio la intuición de la luz eterna de la Sabiduría», expresa el Santo de Hipona. Es «una mirada libre y penetrante del espíritu suspendida de admiración ante los espectáculos de la Divina Sabiduría», nos dice Ricardo de San Víctor. La contemplación es «una sencilla intuición de la verdad que termina en un movimiento afectivo», expresa Santo Tomás de Aquino. «La contemplación no es más que una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas» manifiesta San Francisco de Sales. «La contemplación es una vista de Dios o de las cosas divinas simple, libre, penetrante, cierta, que procede del amor y tiende al amor», expresa el P. Lallemant.
El estado contemplativo en su perfección es la mayor unión posible con Dios en esta tierra, y por ello es propio de las almas que se hallan en un alto grado de la vida espiritual. Entretanto, siendo el punto final del camino de una vida espiritual, no es extraño que Dios vaya dando algo de ello en medio del camino, nos muestre de cuando en vez las delicias que esperan a quien persevera en la oración.
Son momentos en que sentimos una inexpresable alegría en el fondo del espíritu, momentos en que percibimos a la par de una dulzura exquisita una fortaleza interna especial. Instantes en que nos sentimos acariciados por una mano de una tersura indefinible, que nos sosiega, nos alivia, nos anima serenamente. En la medida en que el hombre progresa en su vida de oración, esos instantes divinos se irán tornando más y más frecuentes.
Entretanto, todo comienza con un reconocimiento de la debilidad del hombre, con la humildad, con el saber que «solo Dios basta» y no mis fuerzas, y por tanto con la conciencia de la necesidad necesarísima de la oración.
Por Saúl Castiblanco
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