Redacción (Martes, 08-11-2011, Gaudium Press) La existencia humana está vinculada a una apertura al infinito. La experiencia mística es universal: en todos los tiempos y lugares, siempre hubo, hay y habrá místicos, pues obrar místicamente es una necesidad ineludible del ser humano, como la filosofía o la poesía (1). Así, la vocación mística es inherente a la naturaleza humana, que desea la comunión con el Ser Infinito, la unión con lo divino. Esta relación Infinito-finito, Creador-criatura, está muy bien sintetizada en el siguiente trecho de la Gaudium et Spes:
«La razón más sublime de la dignidad del hombre consiste en su vocación a la unión con Dios. Es desde el comienzo de su existencia que el hombre es invitado a dialogar con Dios: pues, si existe, es solo porque, creado por Dios por amor, es por Él por amor constantemente conservado; ni puede vivir plenamente según la verdad, si no reconoce libremente ese amor y se entrega a su Creador» (2).
Según demuestra el dominico Victorino Rodríguez (3), el hombre está ontológicamente vinculado a Dios, debido a la presencia íntima, total y universal del Creador en todas las criaturas, especialmente en el ser humano. Su existencia contingente y la limitación de sus perfecciones son el fundamento de la ascensión gnoseológico-metafísica del hombre en dirección al Ser por Esencia, causa de todo dinamismo o actualización, todo existir contingente y toda perfección participada: Aquel que es. Dios está presente ab intrínseco en el ser y en el actuar de toda criatura, en toda su plenitud y luminosidad, poder e inteligencia. O sea, donde está la acción inmediata del Ser Absoluto, ahí están necesariamente su naturaleza, su inteligencia, su amor y su persona trinitaria. Por tanto, el hombre está ónticamente relacionado con Dios por la irrupción causal de lo divino en todo su ser como proyección transcendente.
Más allá del vínculo ontológico, Rodríguez (4) resalta una vinculación natural psicológico-moral del ser humano con lo divino, caracterizada por la acción aproximativa del hombre a Dios. Ésta puede realizarse de dos modos distintos: uno explícito y consciente, que no ocurre con todos los hombres; otro implícito e inconsciente, que ocurre siempre con todos los hombres. El primero es realizado por todo hombre que llega a conocer a Dios, lo ama, busca conocerlo más y lo reverencia. Bajo esta forma, se vincularía el metafísico, a través del estudio del ser en todas sus dimensiones; o el «metafísico espontáneo» que percibe a Dios en la contemplación del cosmos o en su interioridad; o además el crédulo que vive dócilmente las creencias religiosas de otros. El resultado es una actitud de oración.
El segundo modo de vinculación está latente o implícito, subjetiva y objetivamente, en la fuente interior del pensar y el querer humano, antes de cualquier reflexión o elección. Se trata de la presencia implícita de Dios como verdad y como bien en las primeras intuiciones del intelecto – los primeros principios infalibles – y en la apetencia fundamental del bien o el amor inicial del bien común, del cual nace todo el dinamismo humano. Estas vivencias son característicamente tan fuertes, naturales y universales, que transcienden final y eficientemente al hombre. Nacen de un principio supra o pre-humano y sobrepasan toda bondad y toda verdad intramundanas. No son verdades eternas explícitas ni amor personal a Dios, sino de un campo tan amplio e indeterminado de verdad y de bien que evoca casi espontáneamente a lo divino.
La unión hombre-infinito, hombre-transcendente, puede también ser vista bajo el aspecto alma humana, como lo hace Edith Stein (5) en Ser finito y ser eterno. Ella llama la atención a la vocación del alma, a la unión con lo divino, fundándola en la vocación para la vida eterna, pues el alma humana, como espiritual, es naturalmente inmortal. Entiende también la interioridad más profunda del alma como «morada de Dios», que debe reproducir Su imagen de modo totalmente único y personal.
Omnipresente, Él está presente siempre y donde sea: en las criaturas inanimadas y las irracionales que no pueden acogerlo como el alma. Está presente en el alma exteriorizada y dirigida hacia el mundo, incapaz de percibirlo en su interior. La unión con el Creador es, por tanto, una apertura libre del alma a Él. Se trata de una unión de amor, pues Dios es amor y la garantía de esta unión es la participación del Ser Divino, que debe ser una participación de amor según la peculiaridad de cada alma.
Esta apertura del ser humano a lo Transcendente lo lleva a buscar el Ser Supremo, el único que puede realizar el bien universal, aprehendido por la inteligencia, y el bien ilimitado, deseado por la voluntad, pues solamente Dios puede satisfacer plenamente la voluntad humana (6). Aunque finito, el hombre posee como que una semilla de lo infinito, pues fue creado a imagen y semejanza de Dios, el Infinito, para el cual está hecho: quiere conocer la Verdad infinita y amar el Bien infinito. Sus facultades superiores – la inteligencia y la voluntad – poseen una amplitud infinita. Los sentidos perciben solamente una modalidad sensible del ser o de la realidad, pero la inteligencia aprehende el ser, la realidad de las cosas, su existencia, y percibe que el ser, de sí, no tiene límites. De esta forma, muy superior a los sentidos y a la imaginación, la inteligencia humana desea conocer no solamente los seres limitados y finitos, sino también al Ser Infinito, en la medida en que éste le sea cognoscible. Desea conocer no solo las verdades múltiples y restrictas de las ciencias, pero también la Verdad suprema e infinita, eminente principio de todas las otras verdades (7).
Así como la inteligencia tiende a la amplitud de lo ilimitado, siendo capaz de conocer el bien universal y, por tanto, el Bien Supremo, también la voluntad humana tiende a eso. De hecho, la voluntad está dirigida por la inteligencia, que, más allá del bien sensible (deleitable y útil), concibe el bien en sí, el bien honesto (la virtud, la justicia, el valor, etc.). No se limita ella a determinado bien honesto, sino comprende, en el bien universal, todo y cualquier bien capaz de acarrear perfección. Finalmente, la inteligencia sube hasta el conocimiento del Bien supremo e infinito, causa de los demás bienes. La voluntad, entonces, debidamente aclarada por la inteligencia, desea y apetece a ese Bien supremo e infinito. Entretanto, inteligencia y voluntad solamente pueden llegar hasta Dios, por vía natural, a través de las perfecciones de las criaturas que, como un espejo, reflejan las perfecciones del Creador (8).
Otra dimensión por la cual se puede observar la relación hombre-transcendente es la espiritual. Según Von Balthasar (9), el espíritu humano es luz en cuanto ‘intelectus agens’ y como tal está abierto a Dios. A propósito del Libro X de las Confesiones, comenta que San Agustín estremece delante de la constatación de la profundidad de su propio espíritu, donde caben todas las cosas -materiales o espirituales – y donde Dios mismo tiene su lugar. Dice que el Hiponense define el espíritu humano como una luz en permanente actitud de escucha y diálogo con la Verdad eterna, absoluta. En el diálogo, el espíritu se somete al Infinito.
Lo importante, para Von Balthasar, es la experiencia fundamental de que la luz del Ser no está al alcance del espíritu, como la del intelecto agente. El espíritu debe remitirse a una «gracia», una Revelación, una apertura, que es la tendencia a sobrepasar los límites de lo profano, dirigiéndose al dominio donde Dios se hace visible – aunque como mero «presentir». Ocurre, sin embargo, que la luz del espíritu jamás podrá ser totalmente separada de la Luz Suprema, y eso constituye precisamente la «espiritualidad del espíritu», su transcendencia hacia más allá del mundo.
Asevera también que la realidad, de la cual todas las cosas dependen, es la relación real del hombre con Dios. A la luz de esta relación, todo lo de este mundo se vuelve realidad del hombre y, por él, toma parte en el esplendor que, desde la verdad absoluta y eterna, se derrama sobre el mundo temporal y relativo. Este encuentro está basado en la voluntad de Dios que, creando, decidió manifestarse a los seres finitos por medio de la propia Creación o de otra forma más elevada. La contingencia, la inseguridad definitiva está en saber que el «yo» no es él mismo la luz, siendo obligado a dirigirse a esta luz desconocida e insondable, llamándola «Tú»; un «Tú» que todo creó y todo conserva en sus relaciones (10).
Siendo así, sería propio al ser humano admirar en todas las cosas el reflejo del divino Artífice; a través de las criaturas, comunicarse con el Creador y alcanzar la unión con Él. En busca de la explicación última de todas las cosas y de sí mismo, el hombre se eleva, de causa en causa, hasta la ‘Causa causarum’, la «Luz inaccesible» (11) donde habita la Esencia divina e invisible «de Aquel que es». Tal verdad es la suma explicación de todo, en ella el ser humano experimenta la presencia de una vida nueva, pujante, superior, divina.
Por la Hna. Maria Cecília Seraidarian, EP
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1 URIBE CARVAJAL, Ángel Hernando e OSORIO, Bayron. Cultura y espiritualidad. Medellín: UPB, 2008. p. 112.
2 Gaudium et Spes. No. 19.
3 RODRÍGUEZ. Victorino. Temas-clave de humanismo cristiano. Madrid: Speiro, 1984. p. 56-59.
4 Ibid., p. 59-64.
5 STEIN, Edith. Ser finito y ser eterno: ensayo de una ascensión al sentido del ser. México: Fondo de Cultura Económica, 1994. p. 518-519.
6 SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma teológica. I-II, q. 2, a. 8.
7 GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald. La providencia y la confianza en Dios: fidelidad y abandono. 2a. ed. Buenos Aires: Desclée de Brower, 1942. p. 92.
8 Ibid., p. 93.
9 VON BALTHASAR, Hans Urs. El problema de Dios en el hombre actual. 2a. ed. Madrid: Castilla, 1966. p. 126-129.
10 Ibid., p. 131.
11 Cfr. 1Tm. 6, 16.
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