Redacción (Jueves, 24-11-2011, Gaudium Press) También Santo Tomás en la Suma (III, q. 48, a. 2, ad 1) usó en el siglo XII la expresión Cuerpo Místico: «Cabeza y miembros son, por así decir, una sola y misma persona mística».
Como señala Bover en su estudio sobre la teología de San Pablo, en la introducción al capítulo donde se extiende sobre el tema, «el Cuerpo Místico de Cristo es, a la manera del cuerpo humano, un organismo espiritual que, unido a Cristo como su cabeza, vive la vida misma de Cristo, animado por el Espíritu de Cristo». Y agrega también al final del mismo: «Esta luz […] ilumina la Iglesia, que se muestra a nuestros ojos más divina». De hecho, es consecuencia evidente de todo esto -y que nos interesa para nuestro estudio- que los actos de la Iglesia oficial son actos del propio Cristo, lo que los valoriza sin medida como señala Pío XII (Encíclica Mystici Corporis, 91): «Es preciso que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al propio Cristo. Ya que es Cristo quien vive en su Iglesia, por ella enseña, gobierna y santifica».
La Iglesia es también Esposa Mística de Cristo. Esta doctrina tiene una íntima ligación con la del Cuerpo Místico. Efectivamente, «de todas las relaciones entre los hombres […] ninguna prende de manera más fuerte que el vínculo del Matrimonio […] [y Dios quiso así] dar una imagen de Su íntima y estrecha unión con la Iglesia, de Su inmenso amor para con nosotros» (CATECISMO ROMANO: 333). Por eso, como nos enseña sintéticamente el Catecismo de la Iglesia Católica (796):
La unidad de Cristo y la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción entre ambos, en una relación personal. Este aspecto es, muchas veces, expresado por la imagen de esposo y esposa. El tema de Cristo Esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista. El propio Señor Se designó como «el Esposo» (Mc 2, 19). Y el Apóstol representa la Iglesia y cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una esposa «desposada» con Cristo Señor, para formar con Él un solo Espíritu. Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado que Cristo amó, por la cual Se entregó «para santificarla» (Ef 5, 26), que asoció a sí por una alianza eterna, y la cual no cesa de prestar cuidados como a su propio Cuerpo.
Y concluye San Agustín (apud CIC, 796):
He aquí el Cristo total, Cabeza y Cuerpo, uno solo, formado de muchos […]. Ya sea la Cabeza que hable, ya sean los miembros, es Cristo quien habla: habla desempeñando el papel de Cabeza (ex persona capitis), o, entonces, desempeñando el papel de Cuerpo (ex persona corporis). Conforme a lo que está escrito: «Serán los dos una sola carne. Es ese un gran misterio; lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 31-32). Y el propio Señor dice en el Evangelio: «Ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6). Como pueden ver, tenemos, de algún modo, dos personas diferentes; entretanto, se tornan una sola en la unión conyugal […] «Se dice ‘Esposo’ como Cabeza y ‘esposa’ como Cuerpo».
Efectivamente el matrimonio entre el hombre y la mujer no es sino «un misterio, quiere decir una señal sagrada de aquel vínculo sacratísimo que une a Cristo Nuestro Señor a la Iglesia» (CATECISMO ROMANO: 333).
Así, debemos considerar el matrimonio sacramental como un símbolo de esta sublime unión, y no lo contrario, pues el más alto es el conyugal de Cristo con la Iglesia, simbolizado en la unión matrimonial natural elevada a la categoría de sacramento, como asevera Sertillanges:
San Pablo nos dice que [el matrimonio] significa la unión de Cristo con la Iglesia, y que, en consecuencia, tiende, cuanto en él está, a garantizar los efectos de esta unión y la causa de esto es un gran sacramento. […] Hay en él un símbolo, puesto que la donación recíproca de los esposos con objeto de formar una vida completa es la imagen de la unión, más amplia, de toda la humanidad con su Redentor.
Esta elocuente aplicación de la referida figura nos puede hacer entender bien el valor de los actos de la Iglesia y cuánto tiene de aceptable y agradable a la Divina Majestad como los de una esposa amantísima y perfecta.
Por el P. Ignacio Montojo Magro, EP
Deje su Comentario