Bogotá (Miércoles, 30-11-2011-Gaudium Press) De las altas torres de nuestras iglesias, donde frecuentemente van las campanas y un gran reloj, donde anidan a veces las aves y se coloca en la cúpula casi siempre una cruz, que termina dominando soberana y mansamente el panorama, florecen el ángelus y el repique llamando a misa o convocando a algún otro oficio religioso.
Castillo de Aljaferia – Zaragoza, España |
Se podría afirmar que la civilización cristiana fue la cultura de las torres. Ni las pesadas atalayas de la ciudad-estado de la antigüedad ni tampoco los minaretes del islam resisten una comparación que incluya considerar en ella la belleza y lo funcional como lo sintetizan las torres de las iglesias católicas. Todavía bien entrado el siglo XIX ninguna edificación de ninguna ciudad del mundo occidental y cristiano, se había atrevido a sobreponerse a las no solamente altas sino bellas torres de iglesia, que eran el punto de referencia para habitantes y viajeros. Pensar en esto nos hace imaginar lo que hubieran sido las torres de una cristiandad en permanente progreso y enteramente fiel a Dios.
Elevadas siempre a gran altura, su finalidad no era tanto escudriñar el horizonte en busca de enemigos ni tan solo convocar a la oración. Más parece haber sido inspiradas sobre todo para proclamar el reino de Cristo y ofrecerse para acoger y orientar sin discriminar a nadie, sin pretensiones de ninguna especie y con una naturalidad casi espontánea que atisba todo a su alrededor, sin enfermiza desconfianza. Como si supieran de su soberanía y fortaleza, están seguras desde la base, ejercen su señorío con tranquila seguridad y convidan sin imponerse a nadie.
Catedral de Chartres – Francia |
Es un poco desagradable a la imaginación, evocar esas ciudades chatas como las de los griegos y los romanos, que no terminaban en punta y hacia arriba, como cualquier villorrio medieval acogido a la frondosa robustez de aquellas torres de iglesias, que garantizaban la protección de Dios. De estas torres jamás podrá decirse que son arrogantes y pretensiosas, pues no están hechas para horadar la bóveda del Cielo sino para sostenerla sumisamente como columnas que levantó el amor y la gratitud de sus pueblos a fin de comunicarse con el. De hecho un gran pensador católico decía que frecuentemente se reconoce la grandeza del alma colectiva de una población, por las torres que levanta para sus iglesias. Es que allí se expresa muchas veces la capacidad de vuelo espiritual de quienes las proyectan y las construyen. Así como la columna comunica el piso con el techo sin dejar de servirle también como sostén, la torre pareciera cumplir el mismo papel.
La armonía de esas torres se expresa también en la forma como se elevan por etapas y segmentos como pisos del mismo estilo pero con diferente expresión, de tal manera que llegan a lo alto sin monotonía y simplismo. Van paso por paso hacia arriba y dejan espacio a la imaginación para agregarle otros más, y siempre más alto para la mayor gloria de Dios. En algunas catedrales, la cúpula es superior al cuerpo de la misma construcción de la torre; es como si en la última etapa se disparara ya definitivamente la aguda punta que comunica la tierra con el Cielo para elevar con fuerza la plegaria.
Por Antonio Borda
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