Redacción (Martes, 06-12-2011, Gaudium Press) Malaca, hoy perteneciente a la Federación de Malasia, era un anclaje estratégico ya en el s. XVI. Conquistada en 1511 por Afonso de Albuquerque, acogió durante cerca de 150 años las carabelas lusas que, ostentando ufanamente la Cruz de Cristo, cruzaban estos peligrosos mares rumbo a Macau y otros parajes del Sudeste Asiático.
En 1641, la ciudad pasó para el dominio de los holandeses y posteriormente de los ingleses, los cuales la gobernaron hasta mediados del siglo XX. A pesar de esto, la población católica se mantuvo fiel a la semilla del Evangelio lanzada por los portugueses. Hoy ella es una isla de catolicismo en medio del mar musulmán que la rodea. El idioma luso se mezcló al malayo, dando origen al Papiar Cristang, que aún se habla hoy en el barrio portugués de Malaca. Ese vínculo profundo con la Cristiandad no fue, todavía, obra del acaso.
Primordialmente, se debe él a la evangelización de San Francisco Javier. De 1545 a 1552, Malaca fue para el Apóstol de Oriente una especie de cuartel general, de donde él partía en misión para los varios países de Asia. La última estadía del Santo en esa ciudad ocurrió, por decir así, cuando en una de sus iglesias fue sepultado provisoriamente su cadáver incorrupto, que venía siendo conducido desde la China para la India.
Las crónicas registran numerosos episodios edificantes, inclusive varios milagros, ocurridos durante su permanencia en estas tierras. En su obra «La Voz de las Ruinas» -publicada en Macau, en 1988- el sacerdote portugués P. Manuel Pintado transcribe algunos de ellos.
Penitencia severa y saludable
Durante cierto tiempo, un portugués llamado João de Eiro fue servidor del P. Francisco Javier, acompañándolo siempre en sus visitas.
Entretanto, su vida espiritual no era muy sólida, pues demostraba gran avidez por dinero. En una ocasión, recibió una gran cantidad destinada a las actividades apostólicas del gran misionero e intentó apropiarse de ella, en vez de entregarla inmediatamente. Pero este tomó conocimiento del pésimo acto y -aunque fuese normalmente muy indulgente con todos- juzgó deber suyo aplicar al culpado una penitencia ejemplar por la grave falta.
Mandó a Eiro a la isleta de Pulau Java, que quedaba prácticamente cubierta de agua durante la marea alta. Allí el servidor deshonesto pasó muchos días, en un abrigo por él mismo construido, alimentándose de lo que conseguía pescar. Cierta noche, sin saber si estaba soñando o teniendo una visión, se vio él en una bella iglesia en cuyo presbiterio se encontraba la Santísima Virgen sentada en un trono, con el Niño Jesús en el regazo. De modo afable pero firme, Ella le censuró sus numerosos pecados. Eiro oyó, de rodillas, las palabras de la divina Acusadora y reconoció cuanto anduvo mal. Por último, la Virgen le ordenó que se levantase y él dejó la iglesia… Cuando volvió a sí, en la dura realidad de la vida en la isleta, estaba impresionadísimo.
En la mañana siguiente, el P. Francisco lo llamó de vuelta a Malaca, aconsejándole confesarse. Él así lo hizo, pero nada dijo acerca del sueño o visión. Entretanto, el misionero le preguntó sobre el asunto. Sorprendido y perturbado, Eiro intentó encubrir el hecho. El confesor insistió, pero él inexplicablemente continuaba negando todo. El P. Francisco le narró, entonces, detalladamente, todo el sueño o visión que su penitente buscaba ocultar en la confesión. En vista de esto, Eiro acabó reconociendo esta falta más, convencido de que el misionero era realmente un hombre de Dios. Más tarde, él hizo una declaración pública bajo juramento, a propósito de este asunto.
Un mes después, dócil y arrepentido, João de Eiro viajó a la India, donde se tornó fraile franciscano y, en avanzada edad, falleció en olor de santidad.
Cangrejos de San Francisco
Es común encontrar en el Estrecho de Malaca cangrejos marcados por una cruz en el caparazón, conocidos como «cangrejos de San Francisco Javier».
La tradición popular los relaciona con un milagroso episodio allí ocurrido. En uno de sus viajes, el gran misionero fue sorprendido por una terrible tempestad en las proximidades de Malaca. Mientras rezaba, implorando a Dios la bonanza, cayó al mar su crucifijo. Esto le causó gran tristeza.
Un soldado portugués, Fausto Ferreira, narra cómo él fue reencontrado: «¡Al día siguiente, al desembarcar en la isla de Baramurah, caminábamos por la playa, cuando vimos un cangrejo fuera del agua transportando un crucifijo! El animal se desplazó en dirección al P. Francisco, que cayó de rodillas, habiendo el cangrejo permanecido quieto. En seguida, largó el crucifijo y desapareció en el mar. Después de besar repetidamente su tesoro reencontrado, permaneció en oración durante media hora, en lo que lo acompañé con alegría, para agradecer a Dios Nuestro Señor este portentoso milagro».
La envidia inutiliza un grandioso plan
En mayo de 1552, el P. Francisco llegó a Malaca procedente de Goa, empeñado en los preparativos finales para su viaje a la China. En esta época, era prohibida la entrada de mercaderes extranjeros y misioneros en el entonces llamado Imperio del Medio. Cualquier transgresor de la ley corría riesgo de prisión inmediata.
Así, decidió el Santo llegar allá por vías diplomáticas. Para esto, dispuso las cosas de modo a entrar en el séquito del embajador del Rey de Portugal, cargo para el cual fue acreditado Diogo Pereira, su íntimo amigo. Este gastó todo su patrimonio en el equipaje de la carabela Santa Cruz, adquisición de trajes a la altura de su elevada función y de presentes para el Emperador.
Cuando todo estaba listo para la partida, surgió un obstáculo inesperado. Movido por envidia, el gobernador de la fortaleza de Famosa, Álvaro de Ataíde, exigió para sí el cargo de embajador, alegando que Diogo Pereira no tenía las calificaciones necesarias para tal. De nada sirvieron las ponderaciones del P. Francisco, ni la intervención de altas personalidades. El gobernador de la fortaleza detenía el control de las entradas y salidas de embarcaciones, y solo autorizó la partida de la carabela bajo la condición de que en ella no embarcase Diogo Pereira.
Fue un día muy triste para el P. Francisco, pues significaba el final de sus esperanzas de entrar por vías diplomáticas en la China. En carta escrita a su amigo después de la partida de Malaca, el misionero lamenta: «Soy responsable por la pérdida de ese dinero y ahora por la pérdida de su barco y de toda su fortuna. Por favor, no me venga a visitar, porque al verlo mi corazón queda despedazado». La carta trae como cierre: «Su triste y desolado amigo, Francisco».
Conociendo los riesgos que corría, el intrépido apóstol de Cristo intentó conseguir ayuda de mercaderes chinos para llegar a Pekín. Con ese objetivo, permaneció en la isla de Sanchuão, a 80 kilómetros de Macau. Después de algunos meses de esfuerzos infructíferos, falleció el santo misionero el 3 de diciembre de 1552. Su cuerpo fue sepultado en una urna con bastante cal, a fin de que, consumidas las carnes, los huesos pudiesen después ser transportados fácilmente para el sepulcro de alguna iglesia. Tres meses y medio después de su muerte, Jorge Álvares, capitán de una nave preste a partir de Sanchuão, mandó exhumar el cuerpo.
Para sorpresa general, este no solo estaba incorrupto, sino exhalaba un agradable perfume. Llegando a Malaca, todos sus habitantes, cristianos y no-cristianos, acudieron con lágrimas en los ojos para recibir solemnemente y prestar honras al cuerpo del Santo misionero.
Se formó una gran procesión desde el puerto hasta la Iglesia de San Pablo, donde él fue sepultado por un año, antes de ser transferido a Goa. Hoy en Malaca restan de esa iglesia solo las robustas paredes y varias lápidas funerarias. En una capilla lateral restaurada, se encuentra la tumba vacía del gran Apóstol de Oriente. No se conserva allí ninguna reliquia suya. Hay apenas – ¡y cuán más valioso! – el vivo recuerdo del Santo impreso indeleblemente en las incontables almas que acuden en gran número a la pequeña capilla, para suplicar o agradecer su protección.
Por el P. Colombo Nunes Pires, EP
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