Redacción (Viernes, 23-12-2011, Gaudium Press) De entre los nombres más populares del mundo, José, Jacob, Sara, David, Daniel y Gabriel ocupan posiciones de destaque en los más diversos idiomas. La popularidad de estos nombres de origen hebraico revela la incontestable fama del pueblo de Israel.
La fuente de inspiración para la elección es, sin duda, la Biblia. Los personajes descritos en este libro son algunas de las figuras de la Antigüedad más conocidas en el mundo actual. La Sagrada Escritura es el mayor best-seller de la Historia; serían incontables todas las ediciones publicadas desde la invención de la prensa.
Es verdad que en la Antigüedad los griegos brillaron por la filosofía, los romanos por el derecho y la organización militar, los egipcios por la ciencia y los demás pueblos orientales por el arte. Le correspondió, sin embargo, al pueblo judío iluminar la Historia Universal por una luz especial: ser la nación portadora de la Revelación Divina. ¿Podría la Nación Electa relucir de modo más sublime?
El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira decía que «el pueblo judío era un pueblo profético en relación al resto del mundo. Las otras naciones tenían cierta noción de que la religión por excelencia era la de los judíos. Estos alcanzaron por la Revelación lo que nunca los griegos habrían elucubrado. Es decir, los judíos recibieron el ápice, lo que sería la aguja de Mont Saint Michel, una superioridad única. A ellos fue dado a conocer el pulchrum de la ‘aguja’, realmente poco discernido por terceros».[1]
La revelación del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, espíritu puro y perfectísimo, Creador del Cielo y de la tierra, invisible y omnipotente, es un ápice desconocido por los otros pueblos. La manifestación de este Dios cambió completamente el paradigma de las religiones politeístas de la Antigüedad, pues el Señor se mostró como el «Dios más fuerte que todos los dioses» (Sl 95,3; 86,8), benigno y misericordioso para con su pueblo (cf. Eclo 2,11).
Narra la Biblia, en el libro del Éxodo (Ex 3,1ss), que Moisés, huyendo del Faraón de Egipto, andaba por el desierto apacentando su rebaño, en las tierras de Jetro, su suegro y sacerdote de Madiã.
Los arenales de Egipto son fascinantes. No sería demasiado poético pensar que Moisés, encantado por las inmensidades casi infinitas del desierto, quisiese contemplarlo a la luz del ocaso, desde un lugar elevado, sin duda más propicio para el recogimiento. Subió él, entonces, a la cumbre del grandioso monte Sinaí.
Después de la dura subida, Moisés avistó una zarza ardiente, la cual producía un misterioso fuego que no consumía el árbol. Admirado por aquel raro espectáculo, se acercó al lugar y, estando cerca del misterioso fenómeno, resonó a sus oídos una voz misteriosa, grave y solemne que decía:
– ¡Moisés, Moisés! No te acerques aquí. Sácate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que te encuentras es una tierra santa. Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Moisés escondió el rostro y no osaba siquiera mirar al Ser inmensamente superior que a él se dignaba comunicarse. Dijo, sin embargo, el Señor:
– Yo vi la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y oí sus clamores por causa de sus opresores. Sí, yo conozco sus sufrimientos. Y descendí para librarlo de la mano de los egipcios y para hacerlo subir de Egipto hacia una tierra fértil y espaciosa, una tierra de la cual emanan leche y miel. ¡Id! Yo te envío al faraón para sacar de Egipto a los israelíes, mi pueblo.
Y delante de la humildad de Moisés, que se consideraba indigno de ejecutar tan alta misión, el Señor le promete: «Yo estaré contigo».
– Cuando vaya junto a los israelíes -replicó Moisés- y les diga que el Dios de sus padres me envió a ellos, que les responderé si me preguntan ¿cuál es su nombre?
El Señor le respondió con una frase llena de grandeza y misterio:
– ¡YO SOY AQUEL QUE SOY! He aquí como responderás a los israelíes: Aquel que se llama YO SOY (Yahveh, en hebraico) me envía junto a vosotros. Es Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Este es mi nombre para siempre, y es así que me llamarán de generación en generación.
Grandiosa revelación. En Moisés, Dios se revelaba a todo el pueblo judío y a toda la humanidad [2], y, por tanto, al querido lector de este artículo… Sin embargo, el misterioso nombre con que el Señor se da a conocer está envuelto en una luz indescriptible, imposible de ser comprendida.
A la pregunta central de este artículo: «¿Quién es Dios?», sigue la grandiosa respuesta: «Aquel que es». ¿Pero cómo explicar eso?
En la playa, pensando sobre lo inefable
San Agustín, gran teólogo y doctor de la Iglesia, intentó comprender enteramente el inefable misterio divino. Él fue lejos. Entretanto, no llegó allá.
Absorto y meditativo, en cierta ocasión, paseaba por la playa pidiendo a Dios luces para que pudiese desvendar ese santo enigma. Fue entonces que se encontró con un niño jugando en la arena. El niño hacía un trayecto corto y repetitivo: con un vaso en la mano, continuamente, iba y venía; llenaba el vaso con agua del mar y la despejaba en un pequeño agujero hecho en la arena de la playa.
Curioso, Agustín preguntó al niño qué pretendía con aquello. El niño respondió que quería colocar toda el agua del mar dentro de aquel agujerito. El Santo explicó a él que sería imposible realizar lo que deseaba. El niño desconocido, entonces, argumentó:
– Es mucho más fácil que todo el océano sea transferido a este agujero, que el misterio divino sea comprendido.
Y el niño desapareció: era un ángel.
Agustín entendió la lección y concluyó que la mente humana es extremamente limitada para poder entender toda la dimensión de Dios. Por más que se esfuerce, jamás el hombre podrá entender esta grandeza por sus propias fuerzas o por su raciocinio [3]. Solo comprenderemos plenamente a Dios en la eternidad, cuando nos encontremos con Él en el cielo, pues, como escribió Agustín: «Demasiado grandes son los misterios divinos; si intentásemos explicarlos como les conviene, no llegaríamos a tal, ni nuestro tiempo ni nuestras fuerzas.» [4]. Era lo que decía el gran San Irineo de Lyon al exclamar: «De este Dios es indescriptible su transcendencia y magnitud» [5].
Por el P. Carlos Javier Werner EP
(Próxima entrega: El Sol, imagen de Dios – La opinión de un niño)
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[1] Plinio Corrêa de Oliveira. Conferências sobre Profetismo e História, (sem data). Arquivo ITTA-IFAT.
[2] Concilio Vaticano II. Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 32: AAS 58 (1966) 1051.
[3] San Agustín. Sermón 6.5: PL 38,64.
[4] San Agustín. Sermón 7. 1: PL 38,62.
[5] San Irineo, Epideixis, 8.
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