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Para la mayor gloria de Dios – I

Redacción (Miércoles, 28-12-2011, Gaudium Press) Soplaba con persistencia el frío viento del norte y las olas del océano rompían cada vez más violentas en aquella playa que parecía desierta. El cielo, cubierto de plúmbeas nubes, se oscurecía rápidamente, prediciendo larga y tormentosa noche.

1-Franciscus_de_Xabier-242x300.pngNo muy lejos de la orilla del mar, se elevaba una miserable cabaña, hecha con algunas planchas de madera carcomida, cuya cobertura de paja seca era agitada por el viento glacial. Dentro de ella, extendido sobre una estera, un hombre agonizaba. Su cuerpo exangüe ardía consumido por la fiebre, pero su mirada profunda y viva espejaba un espíritu de fuego, reflejaba la eternidad…

Moría el Apóstol de Oriente, Francisco Javier.

Inicio prometedor

El día 6 de mayo de 1542, atracaba en la remota y legendaria India, después de conturbado viaje de trece meses, el hijo dilecto de San Ignacio de Loyola. Las puertas de Asia se abrían delante de ese sacerdote de solo 35 años de edad.

Su primer campo de acción fue la ciudad de Goa, principal colonia portuguesa en Oriente, donde los europeos, olvidando su misión civilizadora, se dedicaban a un lucrativo comercio y se dejaban arrastrar por la sensualidad y los vicios del mundo pagano.

En pocas semanas, se hicieron sentir en aquella ciudad el benéfico efecto de la acción de presencia, las predicaciones y del activo celo del nuevo misionero: «Tantos eran los que venían a confesarse que, si yo fuese dividido en diez partes, todas ellas precisarían atender confesiones» – escribió él en septiembre de 1542 a los jesuitas de Roma.

«En un mes bauticé más de diez mil personas»

Después de pasar algunos meses en esa ciudad, partió Francisco a tierras todavía más distantes. Toda la costa sur de la península india fue recorrida por él. Y a partir de entonces, su vida se tornó un ininterrumpido peregrinar por tierras, mares e islas lejanas, ampliando sin cesar las fronteras del Reino de Jesús. En carta de enero de 1544, dijo él a sus hermanos de vocación: «Tanta es la multitud de los que se convierten a la fe de Cristo en esta tierra por donde ando, que muchas veces me sucede que tengo los brazos cansados de tanto bautizar (…). Hay días en que bautizo a todo un pueblo».

Un año después, relataba nuevas maravillas obradas por Dios en aquellos parajes: «Noticias de estas partes de la India: les hago saber que Dios nuestro Señor movió a muchos, en un reino por donde ando, a tornarse cristianos, de modo que en un mes bauticé a más de diez mil personas. (…) Después de bautizarlos, mando derrumbar las casas donde tenían a sus ídolos y ordeno que rompan las imágenes de los ídolos en pequeñas partes. Acabando de hacer esto en un lugar, me dirijo a otro, y de este modo voy de lugar en lugar haciendo cristianos».

En el Imperio del Sol Naciente

Así, hinchadas las velas de su alma por el soplo del Espíritu Santo, con heroica generosidad Francisco Javier hizo de su existencia un continuo «fiat mihi secundum verbum tuum», lanzándose siempre, de osadía en osadía, a la conquista de más almas, para la mayor gloria de Dios.

Cierto día, estando en la ciudad de Malaca, le presentaron un hombre de ojos oblicuos y mirada inteligente, que había recorrido centenas de millas teniendo por única intención encontrarse con el célebre y venerable occidental que perdonaba los pecados… Su nombre era Hashiro y su tierra natal, Japón.

Inmediatamente, vislumbró Francisco la riqueza que sería para la Iglesia si el pueblo representado por ese intrépido neófito fuese santificado por las aguas del Bautismo. Escribió entonces su fundador, en enero de 1549: «No dejaría yo de ir a Japón por mucho que he sentido dentro de mi alma, aunque poseyese la certeza de que habría de pasar por los mayores peligros de mi vida, porque tengo gran esperanza en Dios Nuestro Señor que en estas tierras ha de crecer mucho nuestra santa fe. No podría describir cuanta consolación interior siento en hacer este viaje a Japón».

Luchando contra adversidades de todo orden, más de dos años pasó Francisco en el remotísimo Imperio del Sol Naciente, fundando iglesias, anunciando la verdadera fe a príncipes y nobles, a pobres campesinos e inocentes niños. En carta de noviembre de ese mismo año, declaró a sus hermanos residentes en Roma: «Por la experiencia que tenemos de Japón, les hago saber que su pueblo es el mejor de los descubiertos hasta ahora».

Entretanto, teniendo como objetivo conseguir más misioneros para esa prometedora tierra, partió de vuelta a la India, dejando en Japón, que no más vería, una robusta y floreciente cristiandad.

¡Siempre más!

Después de haber recorrido el Extremo Oriente en todas las direcciones durante diez años y levantado la Cruz en el archipiélago nipón, el corazón de Francisco, insaciable de la gloria de Dios, se lanzó a conquistar nuevos pueblos para su Rey y Señor: China sería ahora su gran meta. Por la importancia del imperio chino, por su incalculable población y, sobre todo, su prestigio y riqueza cultural, comprendió que, si hiciese en él correr las aguas bautismales, Asia entera se prostraría a los pies del Divino Redentor.

2-Conversion_of_Paravas_by_Francis_Xavier_in_1542-231x300.jpg«Este año espero ir a China, por el gran servicio a nuestro Dios, que allá se podrá obtener», escribió en enero de 1552 a su padre, Ignacio de Loyola.

En el mismo año, refiriéndose a esta nación, comunicó a sus hermanos de vocación los anhelos y esperanzas de su alma de misionero: «Vivimos con mucha esperanza de que, si Dios nuestro Señor nos da diez años más de vida, veremos grandes cosas en estas regiones. Por los méritos infinitos de la Muerte y Pasión de Dios nuestro Señor, espero que Él me dará la gracia de hacer este viaje a China».

El último viaje

Retornando de Japón, poco tiempo se detuvo el P. Francisco en la India. Apenas lo suficiente para atender las necesidades de la Compañía de Jesús en esas tierras y preparar el tan deseado viaje a China.

Un dedicado amigo del infatigable misionero, llamado Diogo Pereira, empleó toda su fortuna fletando un navío, cargándolo con espléndidos regalos para el emperador de China y adquiriendo magníficos paramentos de seda y damasco, y todo tipo de ricos ornamentos para celebrar la Santa Misa con toda la pompa, de modo a dar a los chinos noción de la grandeza de la verdadera religión que les sería anunciada.

Antes de viajar, el Santo escribió al Rey de Portugal, en abril de 1552: «Parto de aquí a cinco días para Malaca, que es el camino de la China, para ir de allí, en compañía de Diogo Pereira, a la corte del emperador de China. Llevamos ricos regalos comprados por Diogo Pereira. Y de parte de Vuestra Alteza llevo uno que nunca fue enviado por ningún rey ni señor a ese emperador: la Ley verdadera de Jesucristo nuestro Redentor y Señor».

Así, el día 17 de abril de 1552, embarcó en la nave Santa Cruz para conquistar el imperio de sus sueños.

(Mañana: «Desamparado de todo humano favor» – A la espera del barco)

Por el P. Pedro Morazzani Arráiz, EP

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