Redacción (Jueves, 29-12-2011, Gaudium Press) (Segunda parte del relato de las conquistas apostólicas de San Francisco Javier)
«Desamparado de todo humano favor»
Entretanto, pocos días de navegación habían transcurrido, cuando se desencadenó terrible tempestad. La tripulación del navío, espantada con la violencia de los elementos y habiendo perdido cualquier esperanza de salvación, pedía con grandes clamores el sacramento de la Penitencia. Francisco Javier, imperturbable, se recogió en profunda oración. E inmediatamente -así como una vez la voz del Divino Salvador aplacó las aguas del Lago de Genezaré se habían- el viento cesó de soplar y las olas se tornaron suaves y calmas por la fe y las oraciones de ese humilde conquistador de imperios.
Pero a partir de este momento, no cesaron los infiernos de levantar obstáculos y contrariar el viaje. «Tened por seguro y no dudéis que de ningún modo quiere el demonio que los de la Compañía del nombre de Jesús entren a la China» – escribió él en noviembre de 1552 a los padres Francisco Pérez y Gaspar Barzeo.
Llegando a la ciudad de Malaca, última escala antes de penetrar en aguas chinas, inopinadamente, el capitán portugués de ese puerto -que, además, debía su cargo a los buenos oficios y recomendaciones de Francisco- impidió la continuación del viaje, alegando que solo a él cabría el comando de una expedición a China…
Habiendo sido inútiles todas las súplicas y ruegos, empleó Francisco Javier un último recurso: presentó la bula papal que lo nombraba legado pontificio, la cual hasta entonces nunca había utilizado, y exigió la plena libertad de viajar a China en nombre del Papa y del Rey de Portugal. Además, anunció al obstinado capitán que incurriría en excomunión si continuase impidiendo la partida del navío. Sin embargo, también eso fue inútil. La ambición y la codicia de ese infeliz lo llevaron al extremo de insultar y maltratar a aquel peregrino de la gloria de Dios.
Finalmente, después de varias semanas de espera, la nave Santa Cruz pudo navegar las aguas en dirección a la China, pero bajo el comando de hombres nombrados por el capitán portugués, el cual murió poco tiempo después, excomulgado y corroído por la lepra.
Con el corazón partido, Francisco reveló al P. Gaspar Barzeo en julio de 1552: «No podréis creer cuánto fui perseguido en Malaca. Voy a las islas de Cantón, en el imperio de China, desamparado de todo humano favor».
A la espera del barco, mirando sin cesar hacia la meta
Sanción era el nombre dado por los portugueses a la inhóspita isla de Shangchuan, situada a 180 kilómetros de la ciudad de Cantón. En esa isla, donde los navíos europeos acostumbraban bajar para comercializar con los chinos, desembarcó el santo misionero en octubre de 1552.
Se esforzaron allí los portugueses por encontrar, entre los numerosos mercaderes chinos, alguno que se alistase a llevarlo a Cantón. Todos, entretanto, se excusaban, pues eso era vedado por las leyes imperiales, y los transgresores se exponían a perder todos los haberes y hasta la propia vida. Por fin, uno de ellos, decidido a correr el riesgo, se dispuso a transportar a San Francisco en una pequeña embarcación, mediante el pago de 200 cruzados.
«Los peligros que corrimos en este emprendimiento son dos, según la gente de la tierra: el primero es que el hombre que nos lleve, después de recibir los doscientos cruzados, nos abandone en una isla desierta o nos tire al mar; el segundo es que, llegando a Cantón, el gobernador nos mande al suplicio o al cautiverio» – escribió Javier al P. Francisco Pérez.
Esos peligros, sin embargo, el infatigable apóstol no los temía, pues seguro estaba de que «sin el permiso de Dios, los demonios y sus subordinados nada pueden contra nosotros».
Acompañado de solo dos auxiliares, un indio y un chino, se quedó en la Isla de Sanción a la espera del retorno del comerciante que se había comprometido a transportarlo. Celebraba diariamente allí el Santo Sacrificio del Altar, mirando sin cesar hacia el continente por el cual con tanto ardor suspiraba.
Pero los días y las semanas pasaron, y en vano aguardó Francisco el regreso del chino: este infelizmente nunca retornó.
Últimas palabras de un santo
Las fuerzas físicas del ardoroso misionero llegaron entonces al término. Una altísima fiebre lo obligó a recogerse en su improvisada cabaña, donde, desamparado de los hombres y padeciendo frío, hambre y toda clase de privaciones, debería pasar los últimos días de su heroica existencia en esta tierra de exilio.
A aquel varón que no conociera el cansancio, a aquel apóstol que con su palabra arrastraba multitudes, a aquel taumaturgo que había sobrepasado grandes obstáculos obrando milagros portentosos, el Señor del Cielo y de la Tierra reservaba la más heroica y gloriosa de las muertes: a ejemplo de su Maestro Divino, Francisco Javier moriría en el auge del abandono y de la aparente contradicción.
Algunos días antes de entregar su espíritu, entró en delirio, revelando entonces la magnitud del holocausto que la Providencia le pedía: hablaba continuamente de la China, de su vehemente deseo de convertir ese imperio y de la gloria que vendría para Dios si ese pueblo fuese atraído para la Santa Iglesia Católica…
Y en las primeras horas de la madrugada del 3 de diciembre de 1552, Francisco Javier expiró dulcemente en el Señor, sin una queja o reclamo, divisando a lo lejos aquella China que no consiguiera conquistar y que tanto había deseado depositar a los pies de su Rey, Nuestro Señor Jesucristo.
Sus últimas palabras fueron estas frases de un cántico de gloria: In te, Domine, speravi. Non confundar in aeternum.
En Vos espero, Señor. ¡No me abandonéis para siempre!
La mayor gloria de Dios
A primera vista, sobre todo para quien no tiene su mirada habituada a contemplar los horizontes infinitos de la Fe, la vida de San Francisco Javier parece, en cierto sentido, frustrada.
¡Cuántas almas no se habrían salvado y cuánta gloria no habría recibido la Santa Iglesia si el inmenso y superpoblado imperio chino hubiese sido evangelizado por este apóstol de fuego!
Entretanto, cuando se encontraba él, finalmente, a las puertas de esta nación, después de haber pasado por dificultades y combates de todo orden, el llamado de Dios se hizo oír: «¡Francisco, mi hijo, cesa tu lucha y ven a Mí!»
¡Oh! ¡Misterio del Amor Infinito! De Francisco, Dios no quería la China… sino quería a Francisco.
Y el intrépido conquistador respondió, sin dudar, como Jesús en el Huerto de los Olivos: «Señor, hágase vuestra voluntad y no la mía. ¡Sí, Redentor mío, cúmplanse, antes que nada y sobre todas las cosas, vuestros perfectísimos designios y así, y solo así, os será dada la mayor gloria en esta tierra y por toda la eternidad!»
Por el P. Pedro Morazzani Arráiz, EP
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