Redacción (Martes, 17-01-2012, Gaudium Press) Quien vivió en lo alto de una montaña puede, sin duda, contemplar variados espectáculos de la naturaleza. En la mañana es el Sol naciendo, comenzando a colorear el día con sus primeros rayos dorados, pareciendo renovar todas las cosas; después es el ocaso, en el cual el astro rey cede el lugar a la reina de la noche, la Luna, finalizando el día con colores fuertes y vibrantes, en una despedida que no es sino un «hasta mañana».
Otras veces, las nubes cubren o adornan el cielo formando dibujos que alimentan la imaginación de los observadores. Más sugestiva situación tal vez sea cuando la niebla envuelve el panorama como un manto, dejando descubiertos solo los picos de los montes, haciéndonos evocar el bello trecho del Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción: «Y cubrí como niebla toda la Tierra».
Tiene su belleza también el cielo enteramente límpido – «cielo despejado», cuando en el horizonte infinito la tierra y el cielo se encuentran, quizá simbolizando un ósculo entre el tiempo y la eternidad…
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A lo largo de la Historia, Dios escogió lo alto de los montes para manifestarse a los hombres: en el Sinaí, entregó a Moisés las tablas de la Ley; las Bienaventuranzas fueron enseñadas por el Divino Maestro en el «Sermón de la Montaña»; para transfigurarse ante tres de sus discípulos, Cristo eligió el Tabor; y en el Calvario se ofreció al Padre como el Cordero sin mancha, para la Redención del género humano.
Y siglos antes de venir al mundo el Hombre Dios, ya había cantado al Salmista: ¡Montañas divinas, montañas de Basán, montañas escarpadas, montañas de Basán! ¿Por qué miran con envidia, montañas escarpadas, a la Montaña que Dios prefirió como Morada? ¡Allí el Señor habitará para siempre! (Sl 68, 16-17).
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¿Cuál sería esa montaña en la cual quiso Dios habitar para siempre, prevista ya en el Antiguo Testamento?
San Luis Grignion de Montfort, en su famosa ‘Oración Abrasada’ proclama: «¿Cuál es, Señor Dios de verdad, esa montaña misteriosa de la que nos decís tantas maravillas, sino María, vuestra dilectísima Esposa, cuya base pusisteis sobre la cima de las más altas montañas? Fundamenta ejus in montibus sanctis» (Sl 87, 1).
Es María, la Madre de Dios, ese vínculo entre el tiempo y la eternidad, entre la pequeñez del ser humano y la infinitud de Dios que en Ella se hizo hombre para comunicar a los hombres su divinidad. Nos enseña la Iglesia, en un lindo himno de la piedad católica: «Maria mons, Maria fons, Maria pons». María es la montaña (mons) de todas las virtudes, la fuente (fons) de la cual su divino Hijo hace correr todas las gracias, el puente (pons) que permite atravesar todos los abismos.
Por tanto, a pesar de los defectos y brechas inherentes a la condición humana, nada debemos considerar como motivo de aflicción, pues es Nuestra Señora la más excelsa de todas las madres. La compasión de Ella vale más que los castigos merecidos por nuestros delitos; y si nuestros pecados constituyen un abismo, su clemencia es una verdadera montaña.
Habitantes de un «valle de lágrimas», subamos esa Montaña de misericordia en la cual Dios se complace maravillosamente, seguros de que por intercesión de Ella alcanzaremos la Bienaventuranza eterna.
Por Beatriz Alves dos Santos
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