Redacción (Martes, 31-01-2012, Gaudium Press) Al analizar la historia del cristianismo, constatamos que, durante siglos, los cristianos sufrieron persecuciones atroces por parte de emperadores, fueron llevados a tribunales donde, con ufanía, proclamaban la creencia en un único Dios verdadero y, en Jesucristo, Hombre-Dios, Redentor del género humano, siendo por eso torturados y condenados a muerte.
El objetivo de esa osadía era esparcir la semilla del Evangelio por todo el mundo, haciendo de bárbaros hombres de Fe, ejemplos de santidad. Ahora, esa enorme y difícil tarea, humanamente imposible, se realizó a través del ofrecimiento de la vida de un gran número de mártires. «Por más que sea refinada -escribía Tertuliano-, vuestra crueldad no sirve de nada: aún más, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nosotros nos tornamos más numerosos: ¡la sangre de los cristianos es semilla eficaz!», «semen est sanguis christianorum» (Apologético 50, 13).
Entre las historias de estos héroes, las que causan más admiración son las de los Santos Apóstoles.
Sabemos que entre los que Nuestro Señor había escogido para ser sus discípulos, Pedro se destacaba por poseer un alma muy manifestativa e impetuosa. Y estas características suyas peculiares lo llevaron, muchas veces, a afirmar verdades que ningún otro Apóstol jamás se atrevería a decir. Entretanto, lleno de fe, fervoroso y hasta imprudente, San Pedro pasaba fácilmente del mayor fervor al temor más declarado. Al inicio de la Pasión de su Divino Maestro, por ejemplo, él lo negó tres veces.
«¿Domine, quo vadis?»
Con todo, después de la Resurrección, antes incluso de subir a los Cielos, estando Jesús con sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades, preguntó a Pedro si éste lo amaba. Es decir, Él quería probar si Pedro era capaz de padecer tormentos, inclusive entregar su vida, si fuese preciso, en función de ese amor que él acababa de declarar. Y el Divino Maestro concluyó diciendo: «En verdad te digo: cuando eras joven, amarrabas tu correa y andabas por donde querías; sin embargo, cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te amarrará y te llevará a donde no quieras ir» (Jn 21, 18). Y San Juan comenta en su evangelio que estas palabras significaban la muerte con que Pedro iba dar gloria a Dios (Cf. Jn 21, 19).
Martirio de San Pedro |
Y así se hizo. Durante la persecución del Emperador Nero, Pedro fue preso y llevado a la Cárcel Mamertino, en Roma. Un año después, el Príncipe de los Apóstoles, condenado a muerte, fue conducido a la Colina Vaticana y, según su pedido, fue crucificado de cabeza para abajo, pues no se creía digno de morir de la misma forma que su amado Maestro.
Cuenta una leyenda que antes de ser crucificado, Pedro, no midiendo las consecuencias de sus actos, huyó. A cierta altura del camino, se deparó con Nuestro Señor que venía en dirección contraria. Expresivo y arrojado como era, Pedro preguntó: «¿Domine, quo vadis?» (¿Señor a dónde vas?); el Divino Maestro respondió que estaba volviendo para ser crucificado en el lugar de él. Estas palabras sonaron de tal manera en el alma de Pedro que, una vez más arrepentido y avergonzado, volvió y fue martirizado.
«La fe, si no se traduce en obras, por sí sola está muerta», afirma Santiago (St 2, 17). Entretanto, la caridad también no se resume en meras palabras. El amor a Dios para ser perfecto, tiene que traducirse en obras, por encima de todo, en una entera disposición de alma para enfrentar cualquier situación, padecer cualquier tormento y si es preciso entregar la propia vida.
Por Caroline Fugiyama Nunes
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