Redacción (Miércoles, 01-02-2012, Gaudium Press) Si es verdad que la Eucaristía es la presencia real del Señor y, por eso, la más excelente y acabada forma de presencia, no es menos cierto que Cristo se hace también presente, aunque de otras maneras, en otros lugares: en la Sagrada Escritura, en el orden armonioso del universo, en medio de dos o tres que se reúnen en su nombre, en el rostro de los pobres, etc. A bien decir, la presencia de Dios es prácticamente omnímoda, Él lo abraza y lo comprende todo.
Solo los ateos, amigos de la ciencia y de la crítica, niegan la existencia y la presencia de Dios. Ateos, no precisamente por una carencia de fe sino más bien… de inteligencia; modestamente, se han sustituido a Dios. La gente creyente, en cambio, canta convencida «¡Cómo no creer en Dios! si lo siento en mi pecho a cada instante, en la risa de un niño por la calle, o en la tierna caricia de una madre… ¿Cómo no creer en Dios?»
Dios existe y hay que ir a su encuentro. Para eso, por ejemplo, es bueno tomarse un tiempo y darse de vez en cuando una cita con la Biblia. En la Palabra de Dios encontramos cosas maravillosas. Y no es para menos: es letra escrita por la mano de hombres pero inspirada por el Espíritu Santo.
Hay en la Escritura referencias explícitas a la Eucaristía: en el Antiguo Testamento aparecen como prefigura; y en el Nuevo, al tratar de la institución y de la celebración. Hay también otros decires, imágenes o signos que se pueden aplicar a la Eucaristía o que, a la luz de ésta, toman sentido.
Un ejemplo. Consideremos esta frase del Libro de los Proverbios que la Iglesia pone en los labios de Nuestro Señor «Mis delicias consisten en estar con los hijos de los hombres» (Pr. VIII, 31). Tres versículos más adelante, el mismo Libro de los Proverbios canta «Dichoso el hombre que me escucha velando a mis puertas día tras día».
¿Cómo no ver en estos trechos una alusión al amor de Cristo que quiso quedarse con nosotros y nos espera siempre en los sagrarios y en la santa mesa para darse en alimento? Y, al mismo tiempo, ¿cómo no aplicar a los fieles adoradores aquello de que dichosamente están «velando a mis puertas día tras día»?
Las tales «delicias» Jesús las encuentra no solo entrando en el pecho del comulgante. También tocando el corazón de un pecador que, aunque no lo reciba sacramentalmente, se acerca reverente diciendo, como el centurión romano: «no soy digno de que entres en mi casa, más decid una palabra…» (Mt. 8, 8).
Jesús y el pecador
Jesús es tan misericordioso que se estremece de alegría cuando un pecador entra en la iglesia y llega a sus pies. Aunque estuviese imposibilitado de comulgar, el Señor recibe complacido su visita, evidentemente no por condescendencia por el pecado, sino porque quiere atraer al pecador y moverlo al arrepentimiento para ganarse su amistad. Jesús se queda en las sagradas especies prisionero, atado, abandonado y en soledad, a la espera de una visita o del saludo de un pecador ¡Eso hace sus delicias!
Que una pobre persona, a veces endurecida, se aproxime de la Eucaristía y alegre al Señor, parece un contrasentido pero es maravillosamente verdadero. Sino, veamos lo sucedido en la última Cena, en el propio momento de la institución del Sacramento del amor, después de haber ansiado ardientemente celebrar esa Pascua: se da a unos hombres en estado de lamentable tibieza que pocas horas después lo abandonarían…
San Ignacio de Antioquía llamaba a la Eucaristía «fármaco de inmortalidad». La Eucaristía es un remedio que cura y que da vida eterna. A ver: ¿Vino Jesús por los sanos o por los enfermos? ¿Por los justos o por los pecadores? ¡Él nos ha respondido expresamente en el Evangelio, no solo con palabras sino con hechos!
Entonces ¿vamos a ir a comulgar aunque no estemos preparados? Claro que no. Con Dios hay un itinerario a hacer, parecido al que se hace con cualquier persona: hay que conocerle, agradarle, entrar en relación para llegar a la amistad y a la unidad.
Él siempre me espera tanto en el banquete pascual, como en el tribunal del perdón. Comencemos por el comienzo, sabiendo que la adoración eucarística es la mejor preparación tanto para el tribunal cuanto para el banquete. Porque adorar es buscar su compañía y hacer sus delicias. Lo demás es consecuencia.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
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