Redacción (Martes, 14-02-2012, Gaudium Press) La vieja catedral de Colonia acogía en aquella ocasión un gran número de fieles que se codeaban a lo largo de la amplia nave, disputando espacio para asistir al acto que en breve comenzaría. Corría el año 1115, probablemente en el mes de diciembre, y en aquel día, el arzobispo Federico iba conferir a varios jóvenes la orden del presbiterado. La ceremonia se inició con esplendor, en medio a la luz de incontables cirios.
Bien al frente de los asistentes, llamaba la atención de todos, el conde de Gennep, lujosamente vestido, con las insignias de su alta posición. Muchos allí conocían su vida frívola y vana, y les era raro verlo ahora en actitud tan recogida. Un murmullo de admiración recorrió la asamblea cuando, habiendo sido llamados los ordenandos, también él se levantó y fue a colocarse a lado de estos. Pero el joven aristócrata, imperturbable, hizo señal a uno de sus servidores y este le presentó una áspera túnica de pieles. El conde, deshaciéndose de sus ricos ropajes, vistió aquel hábito de penitencia. Era la reparación pública por la vida mundana que hasta entonces llevara.
Después, subiendo al presbiterio, recibió sucesivamente el diaconado y el presbiterado. El brillante hidalgo se transformaba en humilde siervo de Jesucristo; interiormente revestido de la sublime dignidad sacerdotal y, en el exterior, a imitación de Juan Bautista, de la pobreza de aquella vestimenta singular.
La vanidad reprime una vocación
Norberto, hijo primogénito de Heriberto, conde de Gennep, nació en 1080, en la ciudad de Xanten, Alemania. Sus padres deseaban para él la carrera eclesiástica, pues fuera revelado a la piadosa condesa Hedwiges que su hijo sería un gran prelado y prestaría relevantes servicios a Dios.
Pero, desde pequeño, el niño comenzó a manifestar tendencias mundanas y ambiciosas que contrariaban a los piadosos deseos paternos. La aguda inteligencia de Norberto y su facilidad de asimilar todo cuanto le era enseñado tal vez hayan contribuido para acentuar en él una innata inclinación hacia la vanidad. Con efecto, una rara elocuencia y notables cualidades literarias conferían gran atracción a su persona, y eso no podría dejar de ensoberbecer a un joven principiante como él.
Ambición y prestigio en la corte
Terminados los estudios, Norberto recibió la orden de subdiaconado. Después de eso, su ascensión fue rápida. Junto al príncipe-arzobispo de Colonia, se inició en las cuestiones diplomáticas. Poco tiempo después, se transfirió a la corte del rey de Alemania, Enrique V. La personalidad irradiante y los modos graciosos del joven conde llamaron la atención del soberano, que lo nombró consejero de Estado. Norberto se movía con desembarazo en los lujosos escenarios de las intrigas palatinas, dejando a todos admirados con su talento y superioridad de espíritu.
El prestigio del que gozaba le permitía acariciar sueños para el futuro, dando lugar a un orgullo que solo tendía a crecer y dominar su alma. Poco a poco, la influencia del ambiente mundano iba ablandando su natural seriedad y tornando frívolas sus costumbres.
Entretanto, aquel despreocupado clérigo, tan olvidado de sus deberes religiosos, conservaba todavía sentimientos de piedad que le aguijonaban la consciencia, provocando en su alma la insatisfacción propia de aquellos a quien Dios reserva un llamado ‘ad maiora’.
Un sacrilegio conmueve el alma de Norberto
En 1110, Enrique V viajó a Roma, a fin de ser coronado emperador por el Papa. Norberto lo acompañó, junto con otros dignitarios y un numeroso ejército. Ya en la Ciudad Eterna, el emperador se desentendió con el Papa y dio orden a sus soldados de arrancarle los paramentos y las insignias y llevarlo prisionero.
Norberto sufrió una conmoción al presenciar aquella escena sacrílega. En la misma noche, fue a postrarse a los pies del Pontífice preso, implorando perdón. Era el primer paso del hijo pródigo en la estrada que lo traería de vuelta a la casa paterna.
La lucha interior
A partir de aquel momento, la voz de la gracia pasó a hablar con mayor vehemencia en su interior y él comenzó a darle oídos. De regreso a Alemania, después de la liberación del Papa, Norberto permaneció en la corte por algunos años más, hasta que, en 1115, Enrique V acabó siendo excomulgado.
Por fidelidad a la Santa Sede, Norberto abandonó a Enrique y se retiró a sus tierras de Xanten. En el aislamiento de la pequeña ciudad, sus ambiciones se sentían impedidas. Pero, acostumbrado a los elogios y al incienso, el conde todavía deseaba vivamente satisfacer su orgullo.
Convertido por un rayo y una voz
Con esos anhelos en el alma, partió Norberto a Wreden, distante unos 50 kilómetros de Xanten, en una luminosa mañana de primavera. A cierta altura del viaje, el cielo comenzó a cubrirse de espesas nubes negras. De repente resonó un trueno. Norberto espoleó al caballo, en la esperanza de alcanzar refugio, pero fue inútil. Un violentísimo rayo cayó a los pies de su corcél y el animal, asustado, lo derribó de la montadura.
El conde permaneció una hora desmayado en el lodo, bajo lluvia torrencial, ante la mirada aterrorizada de su escudero. Habiendo recuperado los sentidos, oyó una voz interior que le decía: «Deja el mal y haz el bien, busca la paz y síguela»»[1]. Norberto se levantó contrito y radicalmente determinado a abrazar para siempre las vías de la virtud.
A partir de ese día, pasó a llevar una vida de recogimiento y oración, sometiendo su cuerpo a rigurosas penitencias. Instruido por Conon, abad del monasterio benedictino de Siegburg, comenzó a sentir nuevamente el llamado para el sacerdocio y se presentó al obispo de Colonia pidiendo ser ordenado. Así fue que, pocos meses después de su conversión, le fueron conferidas en el mismo día, por un especial favor, las órdenes del diaconato y el presbiterato.
Luchas en la vida sacerdotal
Después de un retiro de 40 días en la abadía de Siegburg, Norberto celebró en Xanten su primera misa y comenzó a predicar. Hablaba principalmente sobre lo transitorio de los bienes de este mundo y las obligaciones del hombre delante de Dios. Su fervor no agradó a ciertos clérigos que, usando como argumento la conducta poco recomendable del predicador en el pasado, organizaron una oposición contra él. El odio llegó hasta el extremo de pagar a un hombre para insultarlo y escupirle en el rostro.
Descalzo, vistiendo su túnica de penitencia, Norberto partió de Xanten y comenzó a recorrer ciudades y pueblos. Las multitudes le seguían, atraídas por la elocuencia con la cual anunciaba «la palabra de Dios llena de fuego, que quemaba los vicios, estimulaba las virtudes y enriquecía las almas bien dispuestas con su sabiduría»» [2].
Su predicación se veía confirmada por los milagros, por el don de lenguas y, sobre todo, por un singular carisma de apaciguar, con su simple presencia, las disensiones y enemistades. El pueblo corría al encuentro de ese sacerdote que ya se tornara conocido por el afectuoso apodo de «Ángel de la Paz».
Por la Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP
(Mañana: Un corazón innovador – Elevación al episcopado – Grande en la humildad, humilde en la grandeza)
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1 ADRIAANSEN, Vita c. XIII, p. 24.
2 LITURGIA DAS HORAS, vol. II, p. 6.
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