Redacción (Viernes, 24-02-2012, Gaudium Press) Dios, al crear al hombre a su imagen, en un acto libérrimo, «le dio alma, dotada de razón e inteligencia, que lo volvió superior a los animales restantes, terrestres, nadadores y voladores, destituidos de mente» (SAN AGUSTÍN. La ciudad de Dios. L.XII, c.XXIII). Y también le dio la plena libertad, infundiéndole en el corazón el deseo de conocer la Verdad Absoluta, que es Él, para que conociéndolo y amándolo pueda llegar a la verdad plena y perfecta de sí mismo (JUAN PABLO II. Fides et Ratio).
Ahora, el entendimiento humano, en la lucha por alcanzar tales verdades, se depara, por el camino, con una serie de dificultades, producto de las secuelas del pecado de Adán; y estas, muchas veces, lo llevan a desistir o a dudar, en su búsqueda, o hasta inclusive, en ciertas ocasiones, a negar aquello que no quiere admitir como verdadero.
De esto resulta que muchos de los filósofos antiguos, en su interés por querer explicar el origen de todas las cosas, caían, en la mayoría de los casos, en grandes errores, puesto que sus teorías eran únicamente basadas en lo que el intelecto humano podía alcanzar, siendo que existen verdades que no pueden ser demostradas por la razón humana. Cuán equivocados estuvieron estos hombres «que desearon la naturaleza sin la gracia [y] la razón sin la fe» (CLÁ DIAS, 1996, s.p.).
El Doctor Angélico (S.C.G., L.I, c.4) enseña que este descubrimiento posee una profundidad tal, que hace que el entendimiento humano, solo después de mucho ejercicio, se encuentre en condiciones para captarlo por la vía racional. Debido a estas dificultades, el conocimiento pleno de Dios es más accesible con el apoyo de la Revelación. Por eso, el apóstol Pablo menciona y advierte que lo cognoscible de Dios se comprende porque Él mismo lo manifestó (Rm 1, 19).
De esta manera, se convierte en necesaria la Revelación Divina, una vez que Dios quiere que «omnes homines vult salvos fieri et ad agnitionem veritatis venire» – todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (I Tim 2, 4). Y la propia Sagrada Escritura resalta el papel fundamental de la fe en los hombres, cuando nos dice que «la fe es el fundamento de la esperanza, es una certeza respecto a lo que no se ve» (Hb 11, 1).
A pesar de todo eso, no se puede negar el importante papel que desempeña la razón, ni se quiere establecer un divorcio entre una y otra, sino lo que se quiere es acentuar y tonificar la unión fraterna que debe existir entre ambas, ya que se podría decir que constituyen dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la Verdad (JUAN PABLO II, Fides et Ratio).
Dice Clá Dias (2010) que la fe es un ‘rationabile obsequium’, un refuerzo de la inteligencia, ya que le proporciona lo que ésta no consigue alcanzar. Corrobora tal afirmación Juan Pablo II (Fides et Ratio, no.42) cuando afirma: «la fe requiere que su objetivo sea comprendido con ayuda de la razón; a su vez la razón, en el apogeo de su indagación, admite como necesario aquello que la fe le presenta».
Consecuentemente, una lleva a la otra de la mano. La fe, que diviniza los atributos humanos, y la razón que, divinizada por la fe, comprende mejor lo que por sí sola no comprendería.
Ese problema de la relación entre Filosofía y Teología, ciencia y fe, razón y Revelación estuvo presente ya en muchas de las indagaciones de los primeros Padres de la Iglesia, en los primeros tiempos del Cristianismo, como nos explica Adriano (2007, p.36): «la cuestión era saber si con el surgimiento de la fe […], la razón todavía conservaría cualquier utilidad o se tornaría un peligro para el creyente». Mientras unos discutían sobre la antinomia entre ambas y su total desacuerdo, otros defendían su completa armonía, afirmando ser ellas «dos fuerzas noéticas que trabajan para el mismo objetivo: la posesión de la verdad» (ADRIANO, 2007, p.36).
No puede haber una separación entre fe y razón, puesto que «forman en esto un par de gemelas peculiares, no pudiendo ninguna de la dos separarse totalmente una de la otra y, todavía, cada una debe conservar su propia tarea e identidad» (BENEDICTO XVI, 2008, apud CASTÉ, 2009, p.24), pues el mismo Dios, que dispuso la Revelación para la salvación del hombre, infundió en el espíritu de éste la luz de la razón (PÍO IX, Dei filius), para que haciendo uso de ella demuestre cuán ciertas son aquellas verdades a las que se tuvo acceso por medio de la fe.
Por Luisana Miguelina Estévez
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