domingo, 24 de noviembre de 2024
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Recordando el Sacro Imperio

Bogotá (Lunes, 27-02-2012, Gaudium Press) El sacro Imperio Romano Germánico fue algo más que una extensión territorial, algo más que una organización política o que el espacio del tiempo que dura una forma de gobierno. Tampoco se trató simple y llanamente de grandes y pequeños reinos sujetos a la autoridad de un emperador. Quien lo vea así apenas abarca una parte mínima de esa organización supranacional, capaz de cubrir bajo su manto regio y liviano pueblos de muchas razas y condiciones, de tal manera que allí se acogieron hasta judíos y gitanos de Europa, sintiéndose protegidos más que por un gobernante, por un padre común de muchos pueblos, una especie de patriarca bíblico encarnado en una dinastía Real ungida hasta la médula de su huesos por la caridad cristiana.

Era como un organismo vivo, grande y benigno, cuya cabeza fue siempre una familia noble de proverbiales hazañas y antepasados que su leyenda poblaba el imaginario popular maravillosamente. Su poder de protección era lo más importante. Un súbdito del sacro Imperio tenía garantías en toda la extensión de Europa y ciertamente su reconocimiento iba más allá de lo que hoy podría significar para algunos tal vez la visa Schengen.

1.pngEl águila negra bicéfala aureolada, vigilando a oriente y a occidente estampada en la dorada bandera tremolante del católico imperio, la octagonal corona de Carlomagno tachonada de piedras preciosas y la prolífica y sociable familia Habsburgo le pertenecen por derecho propio. Como institución de derecho público ha sido una experiencia única en la historia de los pueblos y bien podría tenerse como resonancia fidelísima de la doctrina social y política que emana de las enseñanzas del evangelio y el magisterio de la Iglesia. Nunca antes la humanidad en ninguna parte de la tierra consiguió organizarse política, social y económicamente como lo hizo bajo las alas de este imperio al que bien se le podría aplicar esa frase del evangelio de Jesús «mi yugo es suave, mi carga ligera».

¿Cómo entender hoy con las precarias nociones del derecho constitucional republicano, una estructura de poder monárquica, federalizada y corporativa al mismo tiempo? El poder de ese Imperio que abarcaba pueblos de personalidades muy definidas e incluso discordantes, no se encontraba únicamente en las manos del Emperador romano-germánico ni en las de los príncipes electores o en el conjunto de personas que integraban la Dieta Imperial «aristocráticamente demócrata». Sin embargo era enteramente gobernable pese a esa diversidad de etnias, lenguas, costumbres y legados históricos, un verdadero vitral maravilloso de muchos colores y tamaños sobrenaturalmente iluminados por el propio «Sol de Justicia», imperio al que no se le podrá negar su belleza y perfección política como institución compuesta de ciudades libres, principados eclesiásticos, condados, ducados, reinos, órdenes de caballería y territorios autónomos pero asociados a los que el imperio como ente superior apoyaba sin perjudicarles su autonomía.

Esa hermosa sinfonía inconclusa cuyas armonías todavía se escuchan cuando se repasa la historia con embeleso y veneración, se hace todavía más presente hoy al presenciar el dramático final de una Unión Europea a punto de liquidación total consumida por rivalidades y competencias mezquinas.

¿Cuál fue entonces el secreto de esa peculiar forma de organización geopolítica tan fenomenal que ni Hohenzollers, ni Bonapartes ni caudillos demagogos con todo el apoyo político y económico, consiguieron emular? ¿La grandiosa ceremonia de reconocimiento del papa que coronaba al emperador tras la proclamación de los príncipes electores? Se queda corto cualquier estudioso de la historia y de la política si se limita a esto no más, que de hecho es una gran verdad.

Sin embargo el sacro imperio fue una construcción institucional bautizada por la iglesia y construido en un proceso que llevaba muchos años respetando las élites naturales de cada región que algún autor definió como el «área de influencia de una familia». Si se quiere, es el único imperio sagrado que ha existido precisamente por ser algo así como la prolongación política de la propia institución familiar como la concibe y defiende la Iglesia Católica.

Por Antonio Borda

 

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