Redacción (Lunes, 27-02-2012, Gaudium Press) Nuestro Señor Jesucristo, glorificado después de su resurrección, derrama el Espíritu en el día de Pentecostés, tornando la Misión de Cristo y del Espíritu Misión de la Iglesia, enviándola para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria entonces revelado (COMPENDIO DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2005).
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha comunicado el don del mismo Espíritu a sus hijos mediante la imposición de las manos. Tradicionalmente ella ve, en esa imposición de manos que se verifica en los relatos de los Hechos de los Apóstoles después del bautismo, el origen del sacramento de la confirmación o crisma. De algún modo, a través de ese sacramento, se perpetúa el don recibido en el día de Pentecostés por los apóstoles, conforme se destaca en la constitución apostólica de Pablo VI, Divinae consortium naturae:
«Es exactamente esa imposición de las manos que es considerada por la tradición católica como el primer origen del sacramento de la confirmación, el cual torna, de alguna manera, perenne en la Iglesia la gracia del Pentecostés».
El canon 879 del actual Código de Derecho Canónico, inicia el tema del presente título conceptuando el sacramento. Recuerda que se trata de un sacramento entre los que imprimen carácter, y que es uno de los que constituyen la iniciación cristiana. Y ya prescribe deberes: «son enriquecidos con el don del Espíritu Santo y vinculados más perfectamente a la Iglesia, los fortalece y más estrictamente los obliga a ser testigos de Cristo por la palabra y acción y a difundir y defender la fe».
Esa realidad se encuentra también en la misma constitución arriba citada:
Con el sacramento de la confirmación, los que renacieron en el bautismo, reciben el don inefable, el propio Espíritu Santo, por el cual son «enriquecidos de fuerza especial», y, marcados con el carácter del mismo sacramento, «son coligados más perfectamente a la Iglesia» mientras «son más estrechamente obligados a difundir y a defender, con la palabra y con las obras, su fe, como auténticos testigos de Cristo.»
Todo eso redunda en que, una vez que el bautismo ya exige al fiel una vida nueva en Cristo, la confirmación constituirá una exigencia todavía mayor en ese sentido, sobre todo considerando que se tornará aún más profunda la participación en la naturaleza divina en el fiel crismando.
Por el P. Carlos Adriano Santos dos Reis, EP
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