Redacción (Jueves, 08-03-2011, Gaudium Press) «Mujer fuerte», en la bella expresión de la Sagrada Escritura, es la Virgen Madre del Hombre-Dios. Todas las otras mencionadas en el Antiguo Testamento son meras pre-figuras de esta que es la Mujer Fuerte por excelencia. Y las millares que fulguran en el firmamento de la Historia de la Iglesia son apenas pálidos reflejos de una parte de la Fortaleza de María.
Entre estas, hay simples amas de casa, como la madre de San Juan Bosco, la cual, enviudándo muy joven todavía, cultivó animosamente, con sus propias manos, los campos donde sacaba el sustento de la familia. Hay religiosas que se destacaron por obras grandiosas, como Santa Teresa de Ávila. Y hay simples laicas que, sin proferir los clásicos votos religiosos, guardaron el celibato, para dedicar la vida enteramente al servicio de Dios y de su Iglesia.
Este último es el caso de Santa Catalina de Siena, proclamada Doctora de la Iglesia por el Papa Pablo VI y co-Patrona de Europa, por S.S. Juan Pablo II.
La pequeña Catalina
Dotada de gran inteligencia y belleza, nació Catali¬na en 1347, en la ciudad de Sena, en una época en que la Península Itálica, entonces dividida en numerosos Estados soberanos, pasaba por grandes conturbaciones, no solo en el campo político, sino también en el religioso. Fue la penúltima de los 25 hijos de la pareja Benincasa, sin embargo, con la muerte de su hermana más joven, acabó asumiendo la posición de menor e hija predilecta de la familia. Su padre era un simple tintore-ro, pero – hombre hábil y enérgico, recto y de gran reputación en los alrededores – exitoso en su profesión.
Esa niña privilegiada recibió de sus padres y hermanos una primorosa educación, pero una reducida instrucción escolar, pues solamente a los 30 años aprendió a leer y escribir, según consta, de manera milagrosa. Desde los albores del uso de la razón, le gustaba mucho rezar, visitar iglesias y oír las historias de los santos.
Desde niña, fue favorecida por el Esposo de las Vírgenes con dones místicos extraordinarios. Por ejemplo, con solo 6 años de edad, tuvo una grandiosa visión de Jesucristo. Ella había salido con su hermano Esteban para visitar a la hermana Buenaventura, en el otro lado de la ciudad. De regreso, pasando por el Valle Piatta, Catalina levantó los ojos en dirección a la iglesia de Santo Domingo y vio a Jesús en el aire, revestido de paramentos sacerdotales, sentado en un trono sobre nubes luminosas, acompañado de San Pedro, San Pablo y San Juan Evangelista. El Señor le sonrió afablemente y la bendijo, trazando en el aire tres cruces en su dirección, como hacen los obispos. Ella quedó inmóvil, petrificada, contemplando la presencia viva de Nuestro Señor. Su hermano, que nada veía, espantado con la inmovilidad de la niña, le gritó asustado:
– Catalina, ¡¿qué haces ahí?!
Ella volvió los ojos para Esteban y, cuando miró de nuevo en dirección a la visión, ésta ya había desaparecido.
Llorando, se quejó:
– ¡Ah, sí hubieses visto lo que yo vi, no me habrías llamado!
Decisión y firmeza desde la infancia
Fray Raimundo de Cápua, confesor y primer biógra¬fo de la santa, basándose en los recuerdos de Lapa de Benincasa, madre de Catalina, nos cuenta que ésta tomó la re¬solución de no casarse cuando tenía solo 7 u 8 años. Era claro que la Divina Providencia tenía designios especiales en relación a esa hija electa.
Pero la familia tenía para ella otros planes…
Su propia madre hizo todo lo posible para que ella también se casase, en lo que contó con la ayuda de su hermana Buenaventura, recién casada.
Esta, con quien Catalina fue a vivir, la incentivó a vestirse y peinarse elegantemente, para ostentar su belleza y conseguir un buen marido. Al inicio, la joven Catalina cedió y, de a poco, se fue esmerando en su presentación personal. Entretanto, Jesús quería el corazón de esa virgen exclusivamente para sí, y le envió una severa advertencia, representada por la muerte súbita de su hermana Buenaventura.
Cayendo en sí, Catalina volvió a la casa de los padres, donde retomó la vida de penitencia, que se habituara a llevar cuando niña.
Para vencer las presiones de la madre, que no desistía de su intento, la heroica joven cortó su bella cabellera, en señal de completo desapego y de ruptura con el mundo. Este hecho provocó una feroz reacción de la madre, que, en represalia, la obligó a hacer todo el servicio de la casa, como una sirvienta, y le sacó la habitación donde ella acostumbraba a recogerse en oración y penitencia.
Pero, como dice San Pablo, «todas las cosas concurren pa¬ra el bien de aquellos que aman a Dios» (Rom 8, 28). La pérdida de su «celda monacal» llevó a la joven santa a construir para sí la «celda del corazón», respecto a la cual ella misma comentaría más tarde, en una de sus innúmeras cartas: «Esta celda es una morada que el hombre carga consigo por todas partes. En ella se adquieren las verdaderas y reales virtu¬des, especialmente la humildad y la ardientísima caridad» (Car¬ta 37).
Viendo la fortaleza de la hija, que no cedía en sus convicciones y no perdía la alegría, el padre intervino a su favor, devolviéndole el pequeño cuarto y permitiéndole recibir el hábito de penitente de la Orden Tercera de Santo Domingo, el cual ella anhelaba con toda su alma.
Por Juliane Campos
(Mañana: Nupcias espirituales – Exilio de Avignon – Doctora de la Iglesia)
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