Redacción (Viernes, 09-03-2012, Gaudium Press) Continuación de la maravillosa historia de Santa Catalina de Siena.
Nupcias espirituales
Desde los 17 hasta los 20 años de edad, Catalina pasó reclusa en su celda, orando y ayunando, aprendiendo los secretos de Dios y penetrando en sus maravillas. Solo salía para ir a la Misa, casi no conversaba con nadie y se alimentaba poquísimo. Es más, a lo largo de su vida, pasó días y días alimentándose solo de la Sagrada Eucaristía. Su creciente devoción a la Santísima Virgen la ayudaba a vencer las tremendas tentaciones con que el demonio la atormentaba.
En el año 1367, en el día de la cena de Carnaval, víspera de Miércoles de Cenizas, Nuestro Señor apareció a la Santa en lo recóndito de su celda, esposándola en nupcias místicas. Después de colocarle como señal un anillo de oro en el dedo, le ordenó que fuese a juntarse a la familia en la cena, pues quería hacer de ella un apóstol.
Del recogimiento al apostolado y a la lucha
Comenzaba para nuestra Santa nueva fase de su corta vida. Inició su apostolado socorriendo a los pobres y enfermos. No había quien no la conociese en Siena. Tampoco nadie que viniese a pedirle auxilio y no fuese rápidamente atendido.
Una terrible peste asoló al país en 1374 y Catalina, con generosidad heroica, se dedicó como nunca a prestar asistencia a las víctimas del flagelo. Cuidó de los cuerpos enfermos, pero sobre todo trató de las almas, consiguiendo conquistar a muchas de ellas para el Cielo. Curaba enfermos, convertía pecadores impenitentes con la fuerza de su oración y expulsaba demonios con una sola palabra de su boca.
Mucho más importante, sin embargo, fue la actuación de Santa Catalina en aquel conturbado mundo político de fines de la Edad Media. En torno de los Estados Pontificios, se agrupaban pequeños reinos, además de varias ciudades que constituían Estados soberanos. A todo momento nacían nuevos conflictos, o recrudecían antiguos. Sin hablar de las «guerras privadas» de facciones familiares dentro de una misma ciudad. Mucho peor, revoluciones de muchas de esas ciudades contra el Papa. Este se defiende, fulminando con sentencia de interdicto algunas de ellas. Nuevas revoluciones, ¡un verdadero caos!
Contando solo con la fuerza que su Divino Esposo prometió que nunca le faltaría – y efectivamente ¡nunca faltó! -, Santa Catalina fue llamada a intervenir en numerosos de esos conflictos. Viajando casi incesantemente de ciudad en ciudad, ejerció un importante papel de pacificadora. Como no podía dejar de ser, su principal empeño tenía como meta la gloria de Dios y la defensa del Papado y de los Estados Pontificios.
Exilio de Avignon y Gran Cisma
Toda esa intensa actividad de Santa Catalina fue, sin duda, de gran beneficio para la Iglesia y la Cristiandad. Pero no pasa de un simple escalón para aquello que constituye su gran misión pública: la lucha para traer de regreso a Roma la sede del Papado.
Forzado por mandatos políticos ocasionales, el Papa Clemente V, ex-Arzobispo de Bordeaux, transfirió en 1309 la Sede Pontificia de Roma para la ciudad francesa de Avignon. En términos concretos, este hecho sometió a los Sucesores de Pedro al juego de las ambiciones y las corrupciones de reyes, príncipes y otros gobernantes terrenos e, infelizmente, incluso de altas personalidades eclesiásticas indignas de sus cargos. Todo esto con enormes prejuicios para el gobierno de la Iglesia y la salvación de las almas.
Sin nunca exceder su humilde condición de simple laica de una Orden Tercera, Santa Catalina exhortaba con osadía y serenidad, «en nombre de Cristo», a los grandes de este mundo, no solo autoridades temporales, sino inclusive a los cardenales de la Corte Pontificia de Avignon. Y concurrió poderosamente para que, al final, en el año 1377, el Papa entonces reinante, Gregorio XI, decidiese enfrentar la oposición del Rey de Francia y reinstalar en la Ciudad Eterna el gobierno del mundo cristiano.
Pero Gregorio XI falleció al año siguiente, siendo sucedido por Urbano VI. Un grupo de Cardenales, bajo pretextos falaces, se reveló contra él, volvió para Avignon, declaró nula la elección del Papa legítimo y eligió un antipapa, el cual tomó el nombre de Clemente VII.
Nació así el llamado Gran Cisma de Occidente, durante el cual Santa Catalina fue la paladina y la columna de sustentación del verdadero Papa, por ella apodado de «el dulce Cristo en la Tierra».
«Lo que es débil en el mundo, Dios lo escogió para confundir a los fuertes» – afirma San Pablo (1 Cor 1, 27). La humilde hija del tintorero Benincasa emprendió innúmeros viajes para resolver complicadas cuestiones; fue consejera de reyes, príncipes, obispos y hasta incluso de Papas. Iluminada por el Espíritu Santo, fortalecida por la gracia del Dios Crucificado, hizo todo cuanto pudo para defender la unidad de la Iglesia que tanto amaba, en la persona del sucesor de Pedro.
Doctora de la Iglesia
Con solo 33 años, partió para la eternidad el 29 de abril de 1380, dejando una gran cantidad de discípulos, un ejemplo de vida y una obra escrita compuesta de 381 cartas, 26 oraciones y el libro «El diálogo», en el cual describe todo su método de apostolado y vida interior, llamado por la Iglesia como «libro de la doctrina divina».
Por sus enseñanzas llenas de verdad y sabiduría, fue honrada por el Papa Pablo VI con el título de Doctora de la Iglesia, en octubre de 1970. «Sus cartas son como chispas de un fuego maravilloso que brilla en su corazón, ardiente del Amor infinito que es el Espíritu Santo» – afirmó el Santo Padre al otorgarle este glorioso título.
Que el ejemplo de Santa Catarina de Sena penetre en nuestras almas, con la fuerza de ese mismo fuego que ardía en su corazón, y nos traiga la fidelidad plena e íntegra a la Santa Iglesia de Cristo, en la persona augusta del Papa.
Por Juliane Campos
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