Bogotá (Lunes, 12-03-2012, Gaudium Press) Mucha gente va al mar, pero no es mucha la que sabe apreciar el mar. Es algo de fácil constatación.
El mar merece mucho más que el flaco servicio del que se usufructúa hoy. El mar merece sobre todo nuestra contemplación.
En el mar, como bien recordaba Plinio Côrrea de Oliveira, se resumen todas las leyes de la estética del Universo.
Foto: Jorge del Prado |
El mar es uno, todas sus aguas forman una unidad, pero es a la vez variado hasta el contraste, hasta la oposición. Tenemos esos mares azules aguamarina de ensueño de ciertas islas caribeñas, que contrastan decididamente con los tonos fuertemente oscuros de un mar de tormenta. Tenemos la mar en calma, la mar en leve o fuerte movimiento y la mar en tempestad. En el mar se da por antonomasia la ley fundamental de la belleza, que es la unidad en la variedad.
Los elementos del mar son por demás variados: tenemos, además de la vida allí contenida, sus sonidos -por veces apaciguantes, otras inquietantes-, sus espumas -a veces muy espumosas, casi como la de una buena ‘pilsen’ vertida de lo alto, a veces con una sencilla espuma, fácilmente diluible y muy superficial- sus olas, sus diversos reflejos… Tenemos también las diferentes formas como el mar llega a la playa. A veces como el golpe de un rayo que se estrella contra una roca; por ocasiones como una danzarina que ingresa a un salón de puntillas.
El mar es un magnífico reflejo de la grandeza de Dios, pues es inmenso, y nos invita a reconocer que delante del Hacedor del mar somos bien pequeños; pero ese reflejo marino de la grandeza del Creador, también nos invita a entregarnos confiantes en sus manos divinas: es posible, viendo el mar, conocer la fuerza infinita de Aquel que lo hizo. La grandeza del mar nos invita a confiar en la omnipotencia de Dios.
¡Y qué no decir de todas las maravillas de vida y de riquezas que se ocultan bajo la superficie del mar! No alcanzaría todo el papel del mundo para describirlas…
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El mar puede ser una poderosa ayuda para convertirnos en los contemplativos que todos debemos ser.
Foto: Uolir |
Tenemos la obligación de amar a Dios sobre todas las cosas, y es este el principal deber de sus criaturas racionales. Pero siendo el hombre espíritu y materia, es el camino normal del conocimiento iniciar primero por lo sensible para después llegar a lo invisible, incluyendo a Dios. Sabemos también que es el conocimiento la fuente del amor: nadie ama lo que no conoce, y a mayor conocimiento del objeto valioso, mayor el amor que a él tendremos.
Así, conociendo a Dios a través de sus criaturas, como por ejemplo el mar, podremos amarlo cada vez más. Pero para conocer a Dios a través del mar, hay que verdaderamente contemplar el mar, hay que ver con detenimiento y atención sus luces, sus reflejos, sus colores, escuchar sus diversos sonidos, percibir sus matizados olores, tocar sus diferentes arenas y sus cálidas o frías aguas; hay que «sentir» el mar. Después de sentir el mar, podremos «intelectualizar» el mar, es decir, «sacar» y escuchar del mar ese mensaje que él nos trae de Dios.
Foto: thrrgilag |
Después de contemplar el azul del Caribe podremos decir «alegría» y «sonrisa de Dios». Después de apreciar un mar en borrasca diremos «furia» y «seriedad de Dios». Tras observar un magnífico atardecer reflejado en el mar, diremos «brillo» o «delicadeza de Dios». Luego de ver las olas morirse espumosas en la blanca y fina arena de la playa nuestra alma podrá exclamar «mimo» o «caricia de Dios». Dios se hará allí presente en nuestra contemplación.
Y Dios presente, nuestra vida adquiere su sentido y su alegría de vivir.
También, cuando adquiramos el hábito feliz de contemplar el Universo, nos será más fácil «sentir» que el Dios que se hizo Hombre era a la vez serio y tierno, celoso de la honra de su Padre y misericordioso y hasta mimoso con el pecador, delicado como un colibrí y fuerte como el león. Pues como dice la Escritura, por Él fueron creadas todas las cosas, todo fue creado por medio de Él y para Él.
Por Saúl Castiblanco
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