Redacción (Jueves, 22-03-2012, Gaudium Press) Según Santo Tomás de Aquino, todos los seres creados por Dios podrían haber sido superiores, con excepción de tres: la humanidad de Cristo, por estar unida hipostáticamente a la persona del Hijo; la Virgen Santísima, por ser Madre de Dios; y la visión beatífica, por tratarse de visión del propio Dios. 1
San Pablo afirma que es imperfecto nuestro conocimiento en las actuales circunstancias, pero «cuando venga lo que es perfecto, lo que es imperfecto será abolido» (1 Cor 13, 10). Y torna aún más clara esa idea utilizando esta comparación: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, disertaba como niño. Pero, cuando me volví hombre, entregué las cosas que eran de niños. Nosotros ahora vemos como por un espejo, oscuramente, pero entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13, 11-12).
Tan rico fue el universo teológico recibido por San Pablo directamente del propio Cristo Jesús que, a veces, tesis de preciosa substancia quedan involucradas en medio de otros temas, a lo largo de sus epístolas. Esta, en concreto, es una de ellas. De hecho, nuestro conocimiento es imperfecto, pues, ya sea en el campo natural de la pura inteligencia, o en lo sobrenatural, mediante la virtud de la fe, e inclusive en el de la profecía, tienen una nota común: la elaboración subsecuente realizada con base en los conceptos creados y con el esfuerzo de la abstracción.
Al contrario, al ver a Dios cara a cara, la fe redundará en visión y, por tanto, desaparecerá con todo el conocimiento abstractivo.
«Ahora vemos como por un espejo…» o sea, por medio de un instrumento; conocemos a Dios solo «porque las cosas invisibles de Él, después de la creación del mundo, comprendiéndose por las cosas hechas, se tornaron visibles» (Rm 1, 20). Y es a partir de ese contacto directo con las criaturas que elaboramos otros motivos y principios a través de la propia fe, utilizando conceptos creados. Por eso es oscuro nuestro conocimiento y, por tanto, imperfecto. Sin embargo, cuando llegue el fin, tendremos un conocimiento inmediato, claro y total de Dios, aunque no podamos conocerlo totalmente.
Tal vez entendamos todavía mejor esa cuestión si seguimos el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. 2 Según el Doctor Angélico, el deseo de felicidad del ser inteligente lo lleva a buscar su propia perfección, ejercitando sus más elevadas facultades. Esto se verifica hasta con relación a los propios sentidos, y por eso podemos constatar que el ojo se regocija al ver, y el paladar, al saborear. Y en consecuencia constituye un tormento la inactividad forzada de los mismos.
Ahora, la felicidad del ser inteligente también se verifica en el ejercicio de sus facultades y se tornará él tanto más feliz cuanto más nobles sean esas facultades y más hermoso y elevado el objeto sobre el cual se ejerzan. No hay duda de que, naturalmente hablando, nada hay más excelente en el hombre que su inteligencia y nada puede superar la suprema verdad que es el propio Dios. Es, por tanto, en la inagotable y siempre renovada visión beatífica que el hombre encuentra la plenitud de la felicidad, extensiva a todas sus apetencias legítimas, como, por ejemplo, el deseo de gobernar: «y reinarán con Él…» (Ap 20, 6); o la necesidad de los bienes: «Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, e innumerables obras de sus manos» (Sb 7, 11). «Lo que es presentemente para nosotros una tribulación momentánea y ligera, nos prepara un peso eterno de gloria más allá de toda la medida» (2 Cor 4, 17).
Lo mismo se puede decir en cuanto a la voluntad, pues en el Cielo claramente veremos a Dios cara a cara como el compendio de todo bien, tal cual nos enseña Santo Tomás: «La razón común de la bienaventuranza es el bien común perfecto. Así lo significó [Boecio] cuando dijo que es ‘el estado perfecto de la reunión de todos los bienes’, no significando otra cosa por eso, sino que el bienaventurado está en el estado del bien perfecto». 3 Y en seguida torna aún más claro el concepto: «La bienaventuranza perfecta […] posee la reunión de todos los bienes, debido a la unión con la fuente universal de todo bien. Así, no necesita de cada uno de los bienes particulares». 4
De ahí comprendemos el por qué de ciertos santos haber experimentado una tal carga mística de amor que casi llegaron al desfallecimiento. Quizás podamos tener mejor idea de cuán inmensa y plena será la felicidad de nuestra voluntad en el Cielo, al analizar la razón del movimiento de nuestro amor a las criaturas, aquí en la Tierra. Sin darnos cuenta, por tanto, casi siempre de manera implícita, al amarnos, estamos buscando un reflejo de Dios existente en estos o en aquellos objetos de nuestro amor. 5 Teniendo esto delante de los ojos, podemos preguntarnos: ¿cuál no será nuestra felicidad en el Cielo, al depararnos con el propio Dios, cara a cara?
De esa visión de Dios cara a cara y de ese amor recíproco entre Él y yo, redundará un eterno e indescriptible gozo, pues cuando tomo posesión de un objeto siempre muy deseado por mí, me vuelvo feliz. Mientras él no me pertenece, yo me consumo por obtenerlo. Al recibirlo para mi propiedad definitivamente, en él reposo y de él disfruto. En eso consiste la felicidad. Cuanto mejor sea el objeto y mayor su duración, proporcionalmente más intenso será mi gozo de ahí resultante.
El ser humano, en la esencia de su espíritu, específicamente es inteligencia y amor. En el Cielo, el deseo de conocer se satisface de forma plena en la visión de la Verdad, Bondad y Belleza, o sea, del propio Dios. Y el anhelo de amar y ser amado se aplaca enteramente, pues no solo amaremos a Dios, sino seremos conscientes y experimentados de todo el amor que Él nos tiene. Y, además, eternamente viendo aspectos nuevos del Ser Absoluto e Infinito, sumados a la insuperable convivencia de Jesús en Su santísima humanidad, de la Virgen María, nuestra Madre, de los ángeles y los santos.
Ese es el Cielo, «el fin último y la realización de todas las aspiraciones más profundas del hombre, el estado de felicidad suprema y definitiva». 6
Por Monseñor João S. Clá Dias, EP.
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1) AQUINO, Tomás de. Suma Teológica, I, q. 25, a. 6, ad. 4.
2) Idem, Suma contra os Gentios, l. 1, c. 100.
3) Idem, Suma Teológica, I-II, q. 3, a. 2, ad. 2.
4) Idem, ibidem, I-II, q. 3, a. 3, ad. 2.
5) Idem, ibidem, I q. 44, a. 4 ad. 3.
6) CIC, § 1024.
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