Redacción (Martes, 27-03-2012, Gaudium Press) En la capital de Perú, la Iglesia está celebrando el cuarto centenario de la subida al Cielo de uno de sus más ilustres hijos: Santo Toribio de Mogrovejo, «protector de los indígenas» y gran evangelizador de la América española.
Se iniciaron las conmemoraciones con la solemne Eucaristía celebrada en la Catedral de Lima por el Cardenal Arzobispo Juan Luis Cipriani Thorne, el 22 de enero, teniendo como concelebrantes al Nuncio Apostólico, Mons. Rino Passigato, y todos los obispos peruanos.
De simple laico a obispo, en pocas semanas
Toribio nació de una noble familia en Mayorga (España), en 1538. Estudió Derecho en las universidades de Coímbra y Salamanca. Tenía 40 años y era Presidente del Tribunal de Granada cuando, por indicación del Rey Felipe II, el Papa Gregorio XIII lo nombró Arzobispo de Lima.
A toda prisa, casi de un día para otro, se elevó un simple laico a la dignidad de obispo de la Santa Iglesia. Son así las vías de la Providencia cuando Ella decide realizar una obra. Se hizo con el abogado Toribio lo mismo que, poco más de mil años antes, fuera hecho con el estadista San Ambrosio: en cuatro domingos consecutivos, Toribio recibió las órdenes menores; pocas semanas después fue ordenado presbítero y, por último, consagrado obispo.
El insigne abogado se vuelve catequista
Santo Toribio de Mogrovejo llegó a su arquidiócesis en mayo de 1581. De inicio tuvo que enfrentar la decadencia espiritual de los españoles colonizadores, cuyos abusos los sacerdotes no osaban corregir. El nuevo arzobispo atacó el mal desde la raíz.
Muchos de los culpados de intolerables vicios y escándalos intentaban justificarse:
– Hacemos lo que es costumbre hacer aquí…
– Pero Cristo es verdad, ¡y no costumbre! – replicaba él.
Con energía y, sobre todo, con su ejemplo personal, puso freno a los abusos, moralizó las costumbres y promovió la reforma del clero.
En poco tiempo, el ex-abogado se transformó en un eximio catequista que evangelizaba a los indígenas con palabras simples pero ardientes. Recorrió tres veces en visita pastoral todo el inmenso territorio de su arquidiócesis, viajando incansablemente millares de kilómetros. Entraba a las cabañas miserables, buscaba a los indígenas fugitivos, les sonreía paternalmente, les hablaba con bondad en sus idiomas y los conquistaba para Cristo.
Grandes actividades, intensa vida de piedad
¡Las tres visitas pastorales le tomaron más de diez de sus veinticinco años de episcopado!
Convocó y presidió trece sínodos regionales de obispos. Reglamentó y perfeccionó la catequesis de los indígenas, e hizo imprimir para ellos los primeros libros editados en América del Sur: el Catecismo en español, en quechua y en aimara. Fundó cien nuevas parroquias en su arquidiócesis.
Todo eso sin perjudicar en nada el punto fundamental de todo apóstol auténtico: su propia vida espiritual. Llamó la atención de todos los que convivieron con él su intensa vida de piedad, a la cual dedicaba diariamente muchas horas de oración y meditación.
Inmensa alegría: «¡Iré a la Casa del Señor!»
Tuvo la inapreciable satisfacción de convertir millares de indígenas y de crismar tres santos: San Martín de Porres, San Francisco Solano y Santa Rosa de Lima.
La muerte lo cogió en el curso de su última visita pastoral, en una pobre capilla a casi 500 kilómetros de Lima. Sintiendo aproximarse la hora extrema, recitó el Salmo 121: «Me llené de alegría cuando me vinieron a decir: ¡vamos a subir a la Casa del Señor!» Expiró suavemente a las 15:30 horas del 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo.
Benedicto XIII lo canonizó en 1726 y Juan Pablo II lo proclamó Patrono del Episcopado Latinoamericano en 1983.
Por la Hna. Mariana Morazzani Arráiz.
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